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El otro lado del río

por Michel Fariña, Juan Jorge

El viernes 19 de abril de 2013, en un fallo histórico se conoció la sentencia a los responsables del asesinato de Mariano Ferreyra, ocurrido el 20 de octubre de 2010. 18 años para los que dispararon, 15 años para el dirigente ferroviario José Pedraza, considerado partícipe del hecho. Otros tantos años para sus colaboradores directos. 11 años para Pablo Díaz, el operador de Pedraza en el escenario del crimen. Finalmente, 10 años para los comisarios que despejaron el área facilitando el accionar de la patota y con ello la masacre.

El film de Julián Morcillo y Alejandro Rath finaliza apenas diez días antes de este acontecimiento, del que resulta sin embargo su consecuencia. Consecuencia ética y consecuencia política. Este comentario, que agrega cuestiones estéticas y analíticas, está siendo escrito también en abril de 2013. Es por lo tanto deudor de esa secuencia, que arranca con la formidable movilización que tuvo lugar desde octubre de 2010, que se siguió con la publicación en 2012 del excelente libro de Diego Rojas “¿Quién mató a Mariano Ferreyra?", que se continúa con la trama del film y que concluye con la sentencia.

Tenemos por lo tanto no sólo una relación inmediata con el film, sino con los hechos que allí se narran. Como espectadores somos testigos, pero también protagonistas de ese proceso. Esta aclaración, que da cuenta de la proximidad de nuestros cuerpos con el acontecimiento estético, resulta impostergable. [1]
Ante todo para justificar una entrada indirecta a la película. Un rodeo que nos ambienta respecto del valor de la palabra y el sentido de nuestros actos.

Hay una escena especialmente conmovedora del film “Diarios de motocicleta”. Roberto Granados y Ernesto Guevara han pasado tres meses colaborando con un leprosario de la selva peruana. Roberto es bioquímico; Ernesto, médico. Jóvenes e idealistas, en poco tiempo se han ganado la confianza de los pacientes y el respeto del personal del hospital. Estamos en mayo de 1951 y Ernesto cumple años. Al final de la sencilla celebración le piden que hable y luego de unas breves palabras de cortesía, propone su célebre brindis: desde México hasta el estrecho de Magallanes somos una misma raza mestiza. Brindo por el Perú y por América unida.

Se granjea así un sentido aplauso del improvisado auditorio. Inmediatamente sale del salón y se acerca a la orilla del ancho río que separa la residencia médica de las barracas de los enfermos. Le dice a su amigo que quiere festejar del otro lado del río. Granados le propone dejarlo para el día siguiente ya que a esa hora no hay embarcación disponible. Pero Ernesto se saca la camisa y se dispone a nadar. Es noche cerrada, hay animales que acechan en las aguas, nadie ha cruzado antes en ese tramo y para colmo él es asmático. Pero se sumerge y comienza a nadar, ante la desesperación de todos, que le ruegan a gritos que regrese. La escena es pavorosa, porque al promediar su travesía las fuerzas comienzan a abandonarlo y el asma amenaza con tomarlo en un ataque mortal. Pero no retrocede. Sigue adelante, nadando con espasmos de pecho para tomarse todo el aire en cada brazada, hasta llegar a la otra orilla. [2]

¿Qué nos dice esta escena? Que las palabras pronunciadas carecen de sentido si no se acompañan de un acto. Pero un acto no es algo que pueda ser completamente calculado, es un movimiento que supone una intención, intención que sin embargo se confirma a posteriori más allá del horizonte inicial. El otro lado del río, termina siendo no la mera ribera de enfrente, sino una Otra orilla.

Como para confirmarlo, la expresión nombra también a la bella canción de Jorge Drexler que integra la banda sonora del film y que fuera luego premiada con un Oscar por la Academia. Pero durante la entrega de los premios, por razones de marketing la organización del evento dispuso que la canción no fuera interpretada por su autor sino por Antonio Banderas, acompañado por Santana. Drexler no acordó con esta decisión y al recibir su estatuilla utilizó su minuto de discurso para cantar a capella la primera estrofa de su canción. Recuperó así la bella la melodía (que había sido vapuleada por Banderas), a la vez que denunció en acto el ninguneo del que se lo había hecho objeto.

¿Por qué retomamos aquí esta historia? La referencia al Che Guevara, cuando todavía era Ernesto y contaba con apenas 23 años, puede parecer anacrónica, pero está autorizada por un pasaje clave del film “¿Quién mató a Mariano Ferreyra?”. Martín Caparrós protagoniza a Andrés Oviedo un periodista a quien le encomiendan una nota de investigación sobre el asesinato del joven militante del Partido Obrero.

Andrés ensaya distintas entradas en el tema, hasta que recuerda otro crimen: el del dirigente peronista Rosendo García, acribillado a balazos el 13 mayo de 1966 en la confitería La Real, de Avellaneda. Y de allí, su memoria lo conduce al 22 de Junio de 2002, cuando Darío Santillán y Maximiliano Kosteki fueron muertos por la policía, también en Avellaneda. Construye así una analogía entre la gesta del Che y la de Darío y Maxi, para introducir por una vía épica su nota sobre el crimen de Mariano Ferreyra ocurrido muy cerca de los anteriores, en una calle de Barracas. Qué vientos del sur son aquéllos que nos arrancan la vida de jóvenes militantes, Rosendo, Darío, Maxi, Mariano, y nos empujan a la resistencia de la memoria.

El periodista se gana con ello la burla de su jefe –la voz entre fraternal y sobradora de un excelente Enrique Piñeyro que, acertadamente, nunca da la cara en todo el film. No sólo le rebotan la nota sino que terminan despidiéndolo. [3]

Oviedo tendrá entonces que recuperarse a sí mismo como sujeto para seguir el derrotero de Mariano. No alcanzarán las palabras que le enseñó su oficio de periodista y tendrá que abismarse él mismo a un acto. Acto que lo reencontrará en su función de padre ante la elección militante de su propia hija. Para ello deberá bucear en la oscuridad y alcanzar su propio lado desconocido en el ancho río de la vida.

Es entonces cuando descubrirá a Mariano Ferreyra. Pero no ya al joven dirigente, al responsable de un local partidario, al “jefe”, como lo nombraban cariñosamente sus compañeros para expresarle su respeto político. Tendrá que descubrir también al otro, al que frente a la emboscada de la patota sindical, no dudó en poner el cuerpo. Al que cubrió con su pecho la retirada del grupo, encabezando el cordón que recibiría las balas.

Al hacerlo, Oviedo puede por primera vez comprender, en transferencia con Mariano, su propio lugar en la historia que le ha tocado contar. Y por lo mismo puede devenir padre de esa hija que le enseña, también en acto, el valor de una causa. El otro lado del río es finalmente el que separa los discursos conocidos de la incertidumbre por venir. Y es en ese movimiento, cuando las ideologías, a veces, se abren al acontecimiento político.

Epílogo: Barracas al Sur

Con este comentario ya subido a la web de ética y cine, otro rostro del horror nos llegó, también desde Barracas. Temprano en la mañana del 26 de abril de 2013, la Policía Metropolitana arremetió contra los talleres protegidos del Hospital Borda, para abrir paso a las topadoras. La represión indiscriminada, acompañada de una morbosa ostentación de armas y uniformes, fue un insulto imperdonable que no reconoce antecedentes en el campo de la salud mental.

Entre 1989 y 1990 tuve el privilegio de trabajar en el ex hospital psiquiátrico de Trieste, cuyos edificios centenarios recuerdan la arquitectura de los espectrales pabellones del Borda. Desde la gesta de Franco Basaglia y la Ley 180, paulatinamente todos los internos fueron dejando las barracas y ocupando departamentos en la ciudad, acompañados por voluntarios que a lo largo de treinta años llegaron, solidarios, desde todas partes del mundo.

Durante todo ese proceso, nadie jamás osó tocar un acre del inmenso parque ni menos aún demoler un solo edificio. Cada uno de ellos fue amorosamente reciclado, transformándose en centros de día para los “utenti”, locales de radios alternativas, bellísimas carpinterías y galerías de arte para los locos –que terminamos siendo de alguna manera todos en esa mágica ciudad. Y es que los límites entre el hospital y la ciudad se fueron desvaneciendo naturalmente, sin cascos ni topadoras, integrándose mutuamente en una banda de Moebius que ratificó en acto el antiguo axioma según el cual la salud mental no es más que un estado transitorio que no presagia nada bueno…
Y como lo habíamos mencionado en nuestro comentario del film con Andrés Oviedo, el periodista de ficción que compone Martín Caparrós, no podemos evitar, también nosotros, evocar la catarata de imágenes que nos llega de Barracas al Sur. La imagen de Guillermo Puerta arrastrado por los gendarmes metropolitanos en el Borda es de alguna manera la de Rosendo García, muerto en Avellaneda y evocado solitariamente por Rodolfo Walsh en su libro ¿Quíén mató a Rosendo? Es también la de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, asesinados a quemarropa por la policía también del otro lado del riachuelo. Y más cerca en el tiempo y en el espacio, es en 2010 también la agonía de Mariano Ferreyra a manos de una patota sindical en una calle de Barracas.

Una vez más entonces, qué vientos del sur son aquéllos que nos arrancan la vida de jóvenes militantes, Rosendo, Darío, Maxi, Mariano, y nos empujan a la resistencia de la memoria.

Y a nuestro compromiso en acto.



NOTAS

[1En su conocido ensayo sobre cine y filosofía, Alain Badiou señala una diferencia crucial entre el cine y el resto de las artes. Mientras que éstas buscan la pureza en el acto creador –como la pintura o la escritura, que se inician con la hoja o el lienzo en blanco y desde allí edifican la perfección de su obra–, el cine opera exactamente a la inversa. Al inicio de una realización cinematográfica, hay demasiadas cosas. Infinitos guiones, muchísimos actores, múltiples escenografías… y la tarea del artista radica en descartar, para deshacerse de una parte del material e ir conformando su obra con lo que va quedando, con lo que emerge de ese proceso –de allí que Badiou compare a la creación cinematográfica con el tratamiento de la basura. También es esa la razón por la que en cualquier película, aun en las que podemos considerar obras de arte, persistan elementos prescindibles –actores secundarios deplorables, música sensiblera, pornografía de más, etc. Para concluir, es el espectador en la sala de cine quien termina de construir la obra al operar algo de esta transformación, de esta depuración, durante la exhibición misma del film. En términos de Alain Badiou, “la relación con el cine no es una relación de contemplación. (…) En el cine tenemos el cuerpo a cuerpo, tenemos la batalla, tenemos lo impuro y, por lo tanto, no estamos en la contemplación. Estamos necesariamente en la participación, participamos en ese combate, juzgamos las victorias, juzgamos las derrotas y participamos en la creación de algunos momentos de pureza.” (Badiou, 2004, p. 71)
Si es el espectador quien libra esa batalla en la que participa del acto creador, una buena película será entonces aquella en la que hay muchas derrotas, pero algunas grandes victorias.

[2Como para Antígona, no se trata de convencer a otros para que la acompañen en su gesta, sino de encontrarse en la soledad del entierro de su hermano. Y si ello hace luego causa, no será por la prédica ideológica sino por la fuerza que supone afrontar las consecuencias de su acto.

[3La elección de Enrique Piñeyro como actor en esta película, supone a la vez un homenaje a su compromiso como cineasta. Fue justamente Piñeyro quien trazó el camino al denunciar primero la complicidad empresarial en el accidente de LAPA, con su film “Whisky Romeo Zulú” y luego policial en “El Rati horror show”. Películas éstas que como la que comentamos aquí, fueron causa y consecuencia de extraordinarios actos de justicia en la historia de la Argentina.

Película:¿Quién mató a Mariano Ferreyra?

Titulo Original:¿Quién mató a Mariano Ferreyra?

Director: Julián Morcillo y Alejandro Rath

Año: 2013

Pais: Argentina

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