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Responder por la vergüenza

por Michel Fariña, Juan Jorge, Serué, Dora

Vergüenza (Del lat. verecundĭa).
1. f. Turbación del ánimo, que suele encender el color del rostro, ocasionada por alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena.
2. f. Pundonor, estimación de la propia honra. Hombre de vergüenza.
3. f. Encogimiento o cortedad para ejecutar algo.
4. f. Deshonra, deshonor.
5. f. Pena o castigo que consistía en exponer al reo a la afrenta y confusión públicas con alguna señal que denotaba su delito. Sacar a la vergüenza.

Diccionario de la Real Academia Española

Llevar al cine una novela es siempre una empresa incierta. La más de las veces el resultado resulta frustrante para los lectores, que no pueden evitar comparar el texto con el film y sentirse desilusionados o directamente estafados. Las ilustres excepciones –como la versión de “El nombre de la rosa”, de Jean-Jacques Annaud, sobre la célebre novela de Umberto Eco– muestran que la clave radica en entender que se trata de dos lenguajes diferentes. Dos cuerdas que vibran separadas y que, a veces, se tocan en momentos magistrales. Cuando ello ocurre, el cine deviene un acontecimiento que logra potenciar el texto literario.

La película “El lector”, sobre la novela homónima de Bernhard Schlink (“Der Vorleser", 1995), que por momentos precipita hasta la exasperación páginas memorables del libro, logra sin embargo instantes de lucidez que devienen inolvidables.

La primera escena en el tribunal, con el joven Michael Berg intentando adivinar entre las sombras la silueta de Hanna, es seguramente una de ellas. La angustia creciente del personaje es evocada a través del foco de la cámara, que se mueve incómodo entre el público, instalando una sensación que comunica justamente aquello para lo que no hay palabras. El discurso monocorde del fiscal es sólo un ruido de fondo que subraya un silencio ominoso que va creciendo en el cuerpo del muchacho. O la escena culminante de Hanna, temblando frente a un inocente block de notas y una lapicera, que imprevistamente la abisman a la peor de sus vergüenzas.

En ese instante de vértigo, en esa cuerda que se tensa, allí está el sujeto. Y es entonces cuando nosotros podemos tomar verdadero contacto con él. Michael, que vio el temblor de Hanna frente al estrado, dirá luego de ella:

“No estaba dispuesta a pagar el precio de ser desenmascarada como analfabeta. Y tampoco le parecería bien que yo traicionase, a cambio de unos cuantos años de cárcel, la imagen que había querido dar de sí misma. Ese trueque sólo podía hacerlo ella, pero no lo hacía, así que estaba claro que no quería hacerlo. Para ella su imagen valía esos años de cárcel”

El que habla es sin duda el amante, el que aspira al bien del otro y busca respetar lo que entiende su deseo. Pero Michael estudia Derecho y también en su discurso podemos reconocer al jurista incipiente, que ensaya buscar resolver su caso con una ley general a partir de analogías particulares:

“Intenté hablar del problema con mis amigos. Imagínate que alguien se dirige a sabiendas hacia su perdición y tú puedes salvarlo ¿lo salvarías? Imagínate una operación con un paciente que toma drogas que son incompatibles con la anestesia, pero se avergüenza de ser drogadicto y no quiere decírselo al anestesista. ¿Hablarías con el anestesista? Imagínate que en un juicio se ha demostrado que el criminal era diestro, pero el acusado no se atreve a revelar que es zurdo porque le da vergüenza, y lo van a condenar ¿Se lo contarías al juez? O imagínate que un crimen sólo pudo cometerlo, con toda certeza, un heterosexual, y el acusado es homosexual, pero se avergüenza de serlo y se calla. No te pregunto si tiene sentido avergonzarse de zurdo u homosexual. Sólo te pido que te imagines que el acusado no se atreve a confesarlo por vergüenza."

El texto es sin duda rico pero, como veremos, insuficiente para dar cuenta del pathos de la situación. Todos los ejemplos se parecen al de Hanna, pero su calvario está lejos de agotarse en ellos. Que la novela sea parcialmente autobiográfica –tanto el autor como el personaje son juristas– ayuda a entender los límites de esta literatura.

Efectivamente, Hanna se declara culpable de un crimen que no cometió para evitar responder por otro que sí le pertenece. ¿Pero cuál? No se trata evidentemente del analfabetismo. No saber leer ni escribir es justamente lo que la avergüenza. En tanto figura de la culpa, vela otra escena que es necesario rastrear para devolverle al sujeto esa verdad que atesora pero de la que nada sabe.

Un primer nivel de la responsabilidad podría abrirse con la pregunta ¿qué es la lectura? Hanna no sabe leer, pero no sólo libros, sino fundamentalmente su propia posición respecto de una situación que la implica seriamente pero de la que aparece desentendiéndose. Se la acusa de un crimen horrendo. Sus compañeras y coautoras de los asesinatos han leído bien la responsabilidad que les toca y por eso tratan de evadirla. Hanna en cambio no; no comprende por qué las demás niegan haber hecho lo que hicieron. No tiene problemas en explicar a los jueces cómo llegó a ser guardia de un campo de concentración: simplemente ofrecían un trabajo y ella lo tomó. Y explica con énfasis que no liberó a las prisioneras de un edificio en llamas porque su tarea consistía en impedir que escapen. Ella ha sido una obediente eficiente. En ningún momento de ese proceso parece interrogada por lo que los jueces le preguntan. Al contrario, le espeta al juez qué hubiese hecho él en su lugar. El único registro de su vergüenza es no saber leer ni escribir, y en aras de ese pundonor prefiere agravar su inculpación, favoreciendo indirectamente al resto de las acusadas. Tal desproporción entre su incapacidad para leer su acto y su vergüenza desplazada a la casi banalidad de su analfabetismo, es un primer síntoma que no podemos desatender.

Es desde ese lugar que a Michael le resulta imposible aproximarse. Cuando veinte años después él le pregunta si recuerda el pasado, ella cree que se refiere a la historia de amor compartida. Pero Michael está aludiendo a los sucesos que la llevaron a la cárcel, cosa que la contraría. Dice entonces que los muertos están muertos y que en la cárcel aprendió a leer. Pero ahora el lector, al tiempo que sostiene una fidelidad a su pasado amoroso a través de sus lecturas grabadas para ella durante años, sostiene también la imposibilidad de aproximarse a alguien que participó de un genocidio sin interrogarse sobre ello. Mediante su distancia, da a leer a ella que, para él, su acto es imperdonable. Hanna, que finalmente ha superado su analfabetismo, alcanza a leer en Michael este último pre-texto. Reúne entonces sus pertenencias, hace su modesto testamento y se despide elevándose sobre los libros que ya no alcanzan a sostenerla. La imposibilidad de Michael es la vía por la que retornan a ella los efectos de su acto, para que ella pueda finalmente leerlos.

Pero hay un segundo nivel de la responsabilidad, la que remite a un fantasma aún más temido. Michael estuvo a punto de rozar esa verdad, pero una vez más retrocedió espantado:

"¿Hablar con Hanna? ¿Y qué podría decirle? ¿Que había descubierto la mentira de su vida? ¿Que la mentira no merecía semejante sacrificio? ¿Que tenía que luchar para no pasarse en la cárcel más tiempo que el imprescindible, para poder hacer luego algo nuevo con su vida? ¿Pero qué quería decir “algo nuevo”? ¿Qué iba a hacer ella con su vida después de la cárcel? ¿Tenía derecho a privarla de la mentira de su vida sin ofrecerle a cambio una alternativa de futuro?"

Desbordado por la situación, se defiende pretendiendo ubicarse en padre de quien nunca dejó de llamarlo kid. Otra forma de escape, que se suma a la deserción en la cárcel antes de la entrevista y también a la defección final, disfrazada de empeño en amoblar un departamento sin huésped. También como jurista, Michael, en un nuevo gesto épico, pretende salvarla:

“Yo también empezaba a estar harto. Pero no podía quitarme de encima aquella carga. Para mí, el juicio no estaba acabándose, sino empezando de verdad. Hasta entonces yo había sido espectador, pero ahora me veía implicado, podía intervenir, podía influir en la decisión final. Era un papel que no había buscado ni elegido, pero lo tenía, quisiera o no, tanto si decidía hacer algo como si me limitaba a comportarme pasivamente”.

Todavía no advierte que lo que el azar hizo es confrontarlo a él con la posibilidad de hacer algo con su propia historia. ¿Hablar con Hanna? ¿Y qué podría decirle? –se pregunta ingenuamente. Nada. Simplemente escucharla. Por una vez, escucharla. Es notable que el amante le lee desaforadamente mientras el jurista se empeña en absolverla, pero ninguno la escucha. La única vez que ella escribe, ambos se paralizan. Michael defecciona cada vez que ella desea hablar: desde la primera cita en la cárcel, hasta cuando la despide, precipitando el final.

¿No se escucha acaso la turbación de Hanna, ese rubor encendido que delata la falta cometida, la acción deshonrosa y humillante como reza nuestro epígrafe de la RAE? ¿No se escucha su encogimiento y cortedad para hacer frente a la vida que le ha tocado? Finalmente, ¿no se escucha el estrépito de exponerse ella misma a la afrenta y confusión públicas como una señal desesperada para connotar su delito?

Esa palabra que en silencio pide a gritos ser escuchada, termina por acallarlo todo. Hanna quedará atrapada en la serie del buen amante y del jurista empeñoso, pero sin una oreja genuina que la escuche. La función del análisis no es la de justificar su sacrificio sino la de interrogarlo. El analfabetismo es un síntoma: ser leído por otro. Pero no quedan testigos del fantasma, porque las chicas debían ser sacrificadas. Cuando Hanna purga su condena por una acción que no cometió, sin saberlo se da la oportunidad de hacer algo con esa historia de oprobio. Efectivamente tiene una deuda con los muertos que muertos están. Pero no sólo con el crimen que le adjudican, sino con el de esa posición una a una con los cuerpos cuidados y bañados de sus lectoras en el campo. ¿Qué del sujeto se jugó en ese lugar? ¿Qué secretos guarda la intimidad de ese lager de su mente?

El único testigo de esa escena, todavía no sabe que lo fue. Comenzará a sospecharlo cuando él mismo legue su historia al porvenir de una hija. Tal vez pueda ella, a quien le gustan las sorpresas, devolverle a su padre el asombro de su propio misterio.

Juan Jorge Michel Fariña, con la colaboración de Dora Serué y Eduardo Laso,
Mayo de 2009.



NOTAS

Película:El lector

Titulo Original:The reader

Director: Stephen Daldry

Año: 2008

Pais: Estados Unidos - Alemania

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