La memoria del cine

por Goldwaser, Nadina, Michel Fariña, Juan Jorge

A propósito de la recuperación de películas

Entre las escenas más conmovedoras de la historia del cine se encuentra sin duda el incendio del Cinema Paradiso. Esa noche la sala está colmada y no hay más localidades. La gente se agolpa en la plaza. Alfredo, en un gesto de generosidad, se vale de un artificio proyectando a través de la ventana una imagen duplicada sobre una medianera. El público comienza a disfrutar de una inesperada función al aire libre. Pero al calor de la luz, los nitratos del celuloide producen una combustión espontánea. Los rollos arden rápidamente y la sala de proyección se transforma en un infierno. El pueblo perderá su cinematógrafo y Alfredo la luz de sus ojos.

Años más tarde, cuando ya el material ha dejado de ser inflamable, otros fantasmas amenazan las cintas: el desinterés, el desgaste, el olvido. Pero el sabio proyectorista ha conservado en secreto algunas joyas. Ese es su legado para Salvatore. La colección de besos arrancados a la censura del tiempo inundan nuestros ojos de lágrimas eternas. La conservación de la memoria del cine deviene acto ético.

También las crónicas del Cine Club del Uruguay están pobladas de historias semejantes. Las noches en vela de sus fundadores, “restaurando” las copias Pathé de 9,5 milímetros, adhiriendo delgadas tiras de cinta scotch en los bordes del único perforado central. O la tarea ciclópea del “seleccionista”, como gustaba llamarse Fernando Pereda, atesorando sus copias para funciones excepcionales, en su empecinada carrera contra la acción implacable del nitrato de plata.

Las primeras funciones en América de “Juventud Divino Tesoro” , o las memorables de “Miguel Strogonoff” o “Nosferatu”, fueron algunos de los prodigios rescatados del olvido.

El vocablo latino restañar (’detener el curso de un líquido’) tiene su raíz en restar: “detener”, “mantener firme”, pero también “resistir”. La tarea de restauración y conservación de películas es un acto de resistencia. La 19 edición del Festival de Cine de Mar del Plata nos ofrece, en acto, una lección extraordinaria de ello.

Bajo el título de Películas de Colección, están siendo proyectadas versiones restauradas de obras de culto del cine nacional. Desde “Hasta después de muerta” (1916), hasta “Los jóvenes viejos” (1961), incluyendo una curiosidad: “Explosivo 008”, del belga James Bauer, que no se había vuelto a exhibir desde su estreno en cines en 1940...

Este último film expresa claramente el valor de la restauración. Prudentemente anunciado como “clase Z”, encantó sin embargo a los espectadores. No sólo por la calidad de la copia, que permitió disfrutar de vestuarios, números musicales y maquillajes desconocidos para la gran mayoría, sino también por la temática. La carrera armamentística y la investigación científica, vistas con ojos y optimismo argentinos de la década del ´30, en el trasfondo siempre universal de los celos y la maldad.

Qué es entonces lo que se preserva. ¿Se preserva la obra de un director? ¿Se preserva una copia a punto de desaparecer? ¿Se preserva un retazo de nuestra historia que arriesga quedar por siempre olvidada? Lo que se está haciendo, y de allí su valor fundamental, es reconstruir una identidad. Preservar, restaurar, son actos fundantes de la memoria de un pasado que nos permite percibir de otra manera el presente y el porvenir.

Recuperar estas obras preciadas es establecer una arqueología de la memoria colectiva. Un nuevo prodigio que nos ofrece la magia del cine. Recoger amorosamente las cintas y proyectarlas nuevamente, como Salvatore lo hizo con el legado de Alfredo. Recrear ese encuentro entre un padre y un hijo.

Porque finalmente es la palabra, la experiencia sensible que se transmite de generación en generación, la única que perdura y sobrevive a las llamas del tiempo.

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