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Entre necesidad y azar

por Michel Fariña, Juan Jorge

A Juan Carlos Mosca [1]

En su reconstrucción del film, los espectadores suelen omitir el primer escenario del crimen. Se trata de una masacre familiar, en una sórdida vivienda con un fondo apenas audible de voces en español. El teniente Somerset, a punto de jubilarse, hace las preguntas inadecuadas: ¿llegaron los niños a presenciar la matanza?

Es allí cuando hace su entrada el detective Mills, sangre joven para la sección de Homicidios del departamento de policía de la gran ciudad. Juntos se encargarán, ahora sí, del siguiente caso. Un cadáver descomunal yace entre los spaghetti y las cucarachas. Afuera, como siempre, llueve torrencialmente. Todavía nada se ha descubierto sobre el homicidio del gordo, cuando la muerte llama otra vez a la puerta, pero esta vez el horror se ha mudado de vecindario.

El cuerpo de un abogado prestigioso es hallado mutilado en su lujosa oficina céntrica. Alguien ha escrito en la moquette, con la propia sangre de la víctima, la palabra codicia.

Tenemos ya una secuencia: tres escenarios del crimen que no guardan, a priori, relación alguna. Se trata por lo tanto de una serie azarosa:

Pero Somerset regresará a la segunda escena del crimen. No por azar, ya que fue el propio asesino quien ha dejado en el cuerpo del gordo una pista para atraer su atención. Es interesante que este dato aparezca con posterioridad al descubrimiento del asesinato del abogado, porque la palabra clave gula, anterior en la cronología del crimen, es descubierta con posterioridad a la codicia.

Lo que constituía una serie de azar, deviene entonces una serie necesaria. Se trata de los pecados capitales. El propio Somerset advierte este cambio de perspectiva, cuando adelanta el porvenir: debemos prepararnos para otros cinco asesinatos. Nuestro esquema preliminar se ve por lo tanto modificado:

Ante la secuencia gula, codicia, el primero de los crímenes cae por evidenciarse ajeno a la serie. El aparente azar, devino necesidad. La serie es ahora perfectamente anticipable. Su lógica podría enunciarse así: siete son los pecados capitales y siete los castigos ejemplares que el asesino ideó para los pecadores. Un nuevo esquema, entonces, organiza la trama del film:

No olvidemos que la expresión “asesino serial” alude justamente a un patrón de conducta relativamente anticipable. Nunca mejor aplicada que en el caso de Seven. El azar, por su parte, tiente ciertos encantos. Para los griegos era la diosa que regía la casualidad, el accidente, la buena o la mala suerte. Pero también Necesidad tenía estatuto de diosa en la grecia clásica. Fatal, exactitud, inflexible, según Parménides. Para Heráclito era compulsión, mientras que para Juan Carlos Mosca es determinación  [2].

Mientras los detectives son llevados de las narices por el asesino, la vida continúa en la ciudad. Dos escenas se insertan en la trama y merecen recortarse en medio de la lluvia que no cesa.

En la primera, la joven y atractiva esposa del detective Mills invita a Sumerset a una cena en familia. El invitado está tan sorprendido como el anfitrión. Ya en la casa, mientas ella conversa con Somerset temas de adultos, su marido se entretiene en otra habitación jugando con los perritos. En la segunda –más explícitamente triangular- ella hace una cita con Somerset a espaldas de su esposo. Si no fuera porque el dúo de actores (Gwynette Paltrow y Morgan Freeman) no da el casting, el espectador sospecharía de un engaño amoroso. Y finalmente algo de eso hay, porque ella le confiesa estar embarazada de su marido, aclarando que éste aún no lo sabe. Ella misma dice estar confundida respecto de qué hacer, pero no puede contar con él, porque su marido es como un chico.

El descubrimiento del tercer castigo es obra de necesidad. Si en el hallazgo de los dos cadáveres anteriores la policía tuvo algo que ver, está claro que ahora es el asesino quién arrastra a los detectives a la nueva escena del crimen. Y si la gula del obeso fue castigada con una ingesta hasta reventar, y la codicia del rico con la automutilación de una libra de carne, el perezoso sufrirá su larga agonía recostado en el lecho.

Tres pecados, tres castigos ejemplares. La serie se cumple inexorablemente, como la muerte misma. “Inexorable” significa justamente “donde mueren las palabras”, donde no hay apelación posible.

Pero en la virtud de necesidad está también su ruina. Como lo enseñó Lacan con Poe, si el jugador conociera la clave que organiza la serie, por única vez acertaría el cien por ciento de las tiradas. Y Somerset, con el recurso de la biblioteca, ensaya una clave y acierta. Se adelanta a la serie.

Se produce allí un drástico viraje en el film. El asesino, prematuramente descubierto, perdona la vida de su verdugo para declarar su nueva causa: detective Mills, siento por usted una gran admiración.

Ahora estamos seguros que el asesino es un delirante. Pero eso no tranquiliza a Somerset. Los dos crímenes siguientes carecen de importancia teórica, ya que son secuela de necesidad. No agregan nada nuevo a la serie conocida, aunque no por ello dejan de conmover. El espectador no debe perder sensibilidad. Lujuria y vanidad son castigadas con nueva e inusitada crueldad.

Repasemos, entonces nuestra serie:

Están pendientes la envidia y la ira. Allí es cuando se resignifica el giro anterior. La voluntaria rendición del asesino y las condiciones para su confesión preparan la escena culminante del film.

Durante la travesía, Somerset lo intuye. El asesino, en plena transferencia con Mills, termina sintiendo admiración por él y se sorprende a sí mismo envidiándolo. Pecador él también entonces, se dispone a recibir el castigo capital: ser muerto en manos de aquél que es objeto de su envidia. Pero Mills es un policía ejemplar. Teniendo en sus manos la vida del asesino, no atina a disparar. Ni la cabeza de su mujer, degollada por el psicópata luego de haberla violado, termina de decidirlo.

Somerset intenta disuadirlo, es cierto, pero tampoco él sabe que forma parte de la trama. El asesino, como buen paranoico, sabe del otro allí donde éste nada sospecha de sí mismo. Lanza entonces su estocada final: antes de morir, ella rogó por su vida, y por la de su bebé... Hay un relámpago en la mirada de Mills. El asesino busca con dulzura los ojos culposos de Somerset, y remata, con complicidad: el pobrecito no lo sabía.

Mills ya había visto y oído lo suficiente. Cuando vacía el cargador sobre el asesino enfrenta, sin saberlo, la mayor encrucijada de su vida.

Desde el punto de vista descriptivo, la serie se ha completado como sigue:

Nótese la diferencia en las dos últimas celdas. El castigo ejemplar para la envidia requiere de la ira de Mills. La ira deviene a la vez condición del castigo y nuevo pecado. El asesino se ha salido con la suya. Siete pecados, siete castigos. Pero mientras que la serie precedente gula, codicia, pereza, lujuria, vanidad, se atenían a la lógica de necesidad, los últimos dos pecados y sus respectivos castigos obedecen a una lógica diferente. Se trata de la responsabilidad.

Esto no es obvio, ya que la ira, se objetará, es tan previsible como la lluvia. ¿Mills no disparó acaso porque el tormento resultó excesivo? ¿No se trata de una reacción lógica? Así parece confirmarlo todo el departamento de Homicidios, que si bien lo lleva detenido, se muestra indulgente con él: cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo.

Pero el rostro desencajado de Mills, recluido en el asiento trasero del móvil policial, no parece estar tan de acuerdo. De algo es culpable, no cabe duda. Así lo indica el remordimiento en sus ojos. Pero, una vez más el sentimiento de culpa nos indica que la responsabilidad del sujeto está en otro lugar.

Iba a ser padre, pero fue el último en enterarse. Por lo menos tres personas lo supieron antes que él. Si de algo es responsable es de su elección de objeto amoroso. Una mujer que elige a un desconocido como confidente de su embarazo antes que a su propio marido. Una mujer que lo confirma en la posición de niño inmaduro. Una mujer que hace de anfitriona mientras el juega con los perritos. Que le “mete el perro”, diríamos; “que lo tiene de hijo”.

Entonces el disparo fue una elección. Si Mills disparó más por vergüenza gozosa que por odio, la ira no fue obra de necesidad. El asesino, en transferencia masiva con el detective, convocó al sujeto. Para esa cita no existen atenuantes ni condicionamientos. Si no desea repetir compasiones femeninas o policiales, Mills deberá responder por ese encuentro singular.



NOTAS

[1Este artículo fue publicado originalmente en "Etica y Cine", Juan Jorge Michel Fariña y Carlos Gutiérrez (Ed.), Eudeba / JVE, Buenos Aires, 1999.

[2Mosca, J.C.: “Responsabilidad: otro nombre del sujeto”. En Etica: un horizonte en quiebra. Eudeba, 1999.

Película:Pecados capitales

Titulo Original:Seven

Director: David Fincher

Año: 1995

Pais: Estados Unidos

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