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La otra confesión

por Michel Fariña, Juan Jorge

Ya ha anochecido y una mujer, Paulina, espera a su marido en la solitaria casa junto a los acantilados. La cena está servida, pero el segundo comensal no llega. Ella, visiblemente molesta, escucha la radio. Afuera llueve torrencialmente. Una noticia detiene su atención. El gobierno ha decidido, finalmente, formar una comisión que investigue los asesinatos cometidos durante la reciente dictadura militar que asoló al país. El Dr. Escobar, conocido abogado defensor de presos políticos, ha sido propuesto para presidir la comisión y ya ha aceptado la nominación. La comisión –aclara el locutor con voz neutra– se ocupará de los casos de ciudadanos muertos o desaparecidos por el régimen militar... Un trueno y un relámpago cruzan la escena, y la corriente eléctrica se corta repentinamente. La radio calla, y la noticia queda trunca. Esto exaspera a la mujer, que arroja la comida de su marido a la basura, a la vez que devora la propia, agazapada en el vestidor.

Demasiado para una mera tardanza. La tormenta recrudece, cuando una repentina luz ilumina las ventanas. Dos faros se adivinan en el camino, y la mujer se asoma expectante. Pero el auto que se aproxima no es el esperado. Pertrechada tras los postigos del dormitorio, toma un arma y acecha lo desconocido. El vehículo se detiene frente a la casa, dos hombres se despiden fugazmente, y su marido ingresa, empapado, por la puerta principal.

Una pinchadura, la tormenta, un cricket que no estaba donde debiera estar, y alguien que detuvo su auto para acercarlo hasta la casa. De lo contrario, todavía seguiría en la ruta bajo la lluvia. ¿Quién carajo sacó el cricket del baúl y no lo devolvió a su lugar?

Pero la defensa resulta débil ante una mujer que tiene su propio plan de ataque. Rápidamente adivinamos que este hombre, su marido, es el abogado del que hablaron las noticias en la radio. Pero sin advertir que Paulina está al tanto de las novedades, presenta ante ella una versión afectada de los hechos. El presidente de la Nación me lo ha pedido, pero todavía no he aceptado. Quería consultarlo antes contigo.

Es lo que faltaba para que la mujer estalle. Ella misma había sido secuestrada y torturada por la dictadura quince años atrás, pero la comisión que su marido había decidido presidir no iba a considerar su testimonio. Sólo se ocuparía de los muertos.

El hombre, derrotado por la discusión y el cansancio, recoge las sobras de la comida y, ya en el dormitorio, hace malamente el amor con su mujer. Algo se ha quebrado en la pareja y, como una confirmación, ambos se ven sobresaltados por un auto que se acerca a la casa. La lluvia había cesado, pero no esperaban precisamente visitas.

La mujer, armada, regresa a su puesto de acecho, mientras su marido sale al encuentro del visitante, que no es otro que el doctor Miranda, el buen samaritano que lo recogió poco antes en la ruta. El diálogo entre los hombres es ahora fluido. También Miranda había escuchado las noticias, y enterado de la envergadura política de aquél a quien asistió, ha decidido regresar para expresarle su admiración. Los elogios hacia Escobar son tan desmedidos como convincentes y prontamente ambos están bebiendo en el living, intercambiando citas de Nietszche.

Paulina simula dormir, pero desde su posición lo ha escuchado todo. Espera que los hombres caigan rendidos por el sueño e inicia su ofensiva.

Cuando a la mañana siguiente su marido despierta, se encuentra con una escena pavorosa. El doctor Miranda, maniatado y amordazado, tiene una herida sangrante en su cabeza. Paulina le apunta, decidida, con el revolver. Está convencida de que el desconocido que el azar trajo a su puerta no es otro que el médico que la torturó durante su detención, quince años atrás. Su marido, escandalizado, intenta disuadirla: cómo podría reconocerlo tanto tiempo después, si durante todo el secuestre ella permaneció con los ojos vendados.

Pero la certidumbre no entiende razones. Para Paulina, todo coincide: su condición de médico, la voz, el olor, las frases de Nietszche, y especialmente un casete que encuentra al inspeccionar su auto. Se trata del cuarteto de cuerdas La muerte y la doncella, de Shubert, que el médico hacía sonar mientras la torturaba.

Para un abogado legalista como Escobar, nada de eso resultaba concluyente. Su mujer podía estar en un error. Y en cualquier caso no tenía derecho a secuestrarlo de esa forma. Pero ahora es Paulina quién establece las reglas. Y la condición que impone para liberar a Miranda es que éste confiese. Una confesión completa, detallada y sobre todo verosímil.

Hasta aquí el planteo del film, necesariamente exhaustivo en función de lo que sigue. Ya que rápidamente se precipita una escena crucial: como Miranda niega ser quien Paulina dice que es, apela a Escobar para que éste lo ponga al tanto de los datos necesarios que le permitan organizar una confesión creíble para su mujer.

Resulta notable que los distintos análisis que se han hecho del film pasen por alto el carácter absurdo de la situación: Paulina contándole detalles a su marido, para que éste se los trasmita a Miranda, para que éste a su vez organice una confesión verosímil dirigida a la primera.

Si Miranda es quien Paulina afirma, el esquema carece de toda lógica. Pero ocurre que el film –como la obra de Dorfman– no se agota en esa linealidad. El drama de una víctima de la dictadura que se encuentra frente a frente con su torturador y las insuficiencias legales para castigarlo, son apenas el escenario manifiesto de la historia.

La verdadera confesión no es la que se exige del médico, sino la que está a punto de acontecer dentro del matrimonio. Miranda es sólo un pretexto. Quince años después, la pareja se encuentra saldando una antigua y dolorosa deuda. Por primera vez Escobar puede escuchar de su mujer las vejaciones a que fue sometida durante la tortura. Y por primera vez Paulina puede indagar a su marido respecto del engaño amoroso de que la hizo objeto mientras ella callaba por él. ¿Cuántas veces te violaron? ¿Cuántas veces te acostaste con ella?

Con este cambio de luces, la pregunta por la culpabilidad de Miranda aparece desplazada. Curiosamente, los espectadores suelen tomar partido respecto de este punto. Pero en sentido estricto, ni el texto de Dorfman ni el film de Polanski permiten arribar a una conclusión cierta. Esa ambigüedad es justamente la clave de la obra. No cabe por lo tanto indagar aquí si Miranda es o no quién Paulina dice que es.

Más interesante para la responsabilidad de Paulina es preguntarse por qué esa noche. Como quince años atrás, el hombre que ama y admira, ha elegido negarla. Si cuando la sometían a tormento por callar su nombre él se acostaba con otra, y si ahora su testimonio –su palabra– no tiene nuevamente lugar en la comisión que preside su marido, ¿qué significa ella para él?

Por eso Paulina eligió, sin saberlo, esa noche para hablar. El azar o el destino le trajeron al doctor Miranda, pero apenas para triangular en él un diálogo verosímil con su marido.

Lo único medianamente convincente al borde del acantilado es el matrimonio de Paulina, que deviene más creíble en tanto menos goza. De la culpabilidad de Miranda, es decir de su castigo, no hemos obtenido nada nuevo. Como corresponde, esa deuda no se salda puertas adentro. Por eso en el final de la obra, como en el mundo nuestro en que se inspira, los verdugos siguen gozando de una inquietante libertad. [1]



NOTAS

[1Publicado originalmente en Etica y Cine (Michel Fariña y Gutiérrez, Comp.), Eudeba, 1999.

Película:La muerte y la doncella

Titulo Original:Death and the Maiden

Director: Roman Polanski

Año: 1994

Pais: Estados Unidos

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