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La pintura de Antonio López-García en los años 2000: ética de lo verdadero, estética de lo verosímil
Para quienes no lo conocen, Antonio López nació en La Mancha, España, en 1936, pocos meses antes del comienzo de la guerra civil.
Es el pintor que protagonizó el film de Víctor Erice El sol del membrillo, una reflexión sobre el ser y los objetos en el tiempo. Y toda la obra de Antonio López ronda el tema de los objetos en relación al paso del tiempo con su extremo realismo, su deterioro y su mirada contraria a una sociedad de consumo donde el objeto brilla por su novedad.
La primer pregunta que suele surgir al contemplar sus cuadros:
¿Cuál es el sentido de una obra pictórica exacerbadamente realista en el siglo de la fotografía, el cine y la televisión? ¿Cuál sería la propuesta después del surrealismo, el dadá y el pop? ¿En qué consistiría su estatuto ético?
Encontramos ese sentido en una reubicación, algo así como un alerta de la mirada, de una mirada sobreacostumbrada a contemplar imágenes precisas, como estos óleos, pero que siendo exageradamente aceleradas y selectivas de un sector de realidad que por lo menos podría calificarse de efectista, con sus pretensiones de exactitud, crean un mundo que aunque verosímil, escotomiza el transcurso del tiempo y cierto orden de elaboración de los sucesos, necesario para no petrificarse en una posición meramente pasiva ante los acontecimientos. La obra de López, como toda gran obra, “abre un mundo” que hace patente con su verdad la diferencia con la verosimilitud (apariencia de verdad) del mundo en el que solemos habitar. Y en ello radica su justificación y estatuto ético: hacer patente, en el afuera, una apariencia de verdad que es la del mundo del consumo opuesta al de la producción.
La obra de López es un llamado al sujeto. Apunta a la comparación con una oferta masiva de imágenes precisas, cuyo efecto es el de una desrealización del tiempo y los espacios. La obra de López apunta al acontecer.
En otras palabras, hay mucho más dolor de existir en “Terraza de Lucio”, o en los Baños viejos, cuadros que López pintó entre 1962 y 1990, que en un noticiero que nos bombardea con cientos de imágenes aceleradas sobre accidentes o muertes.
El efecto histerizante, disociador, que produce la oferta excesiva de imágenes documentales por televisión queda sorteado por una mirada cuidadosa y detallista sobre la realidad que convoca al observador, con sus resonancias, a actuar como mirada él también y que sacude el sometimiento a aquel bombardeo.
Al presentarse como obra de arte, cuadro, discurso ficcional en un mundo de imágenes televisivas que imponen un verosímil a un real, cuestiona la diferencia entre ficción y realidad. Generalmente en el discurso de la ficción el problema de la verdad no tiene sentido, pues se alude a algo que puede tener o no existencia. Pero en el realismo de finales de siglo XX esa problemática pasa a invertirse, apuntando a la verdad, mucho más el discurso de la ficción realista, en este caso, que el de la “realidad”.
En Ventana por la tarde, realizado entre 1974 y 1982, vemos un paisaje suburbano y descampado a través de la ventana del estudio de Antonio López. Ese recorte que opera la ventana, con sus diferencias lumínicas es más un recorte sobre la verdad que sobre una porción de realidad.
Esto nos reconduce a la cuestión del realismo como género, concepto que contiene una gran polisemia. Y también a cierta mitificación que a veces encontramos en la gente de cine y, casi siempre, en el público, acerca de la autenticidad del documental y la fotografía. Al decir documental exceptuamos al llamado cine-ojo y sus continuadores en espíritu, ya que en este caso la cuestión de la mirada adquiere gran importancia.
No es este un tema nuevo y sin embargo, los efectos de las técnicas cinematográficas, televisivas y fotográficas son tan engañosos que se tiende a olvidar la alienación consecuente que producen, y la consiguiente desfiguración de los contextos.
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