Borges y el doblaje: setenta años después
-Pero existen las armas de fuego, maestro -aventuró tímidamente Manolito de Soto-. La pistola, por ejemplo: parece mucho más (…)
El sábado 22 de febrero de 1913, Lou Andreas-Salomé y Víctor Tausk fueron juntos al cine. A la salida, Andreas-Salomé dejó testimonio de su experiencia con un texto que constituye un verdadero hallazgo. [1]
¿Cómo es posible que el cine no suponga lo más mínimo para nosotros?; no es ésta la primera vez que me lo pregunto.
A los muchos argumentos que podríamos sacar en favor de esta cenicienta de la concepción estética del arte, corresponde añadir también un par de consideraciones puramente psicológicas. Una hace referencia a que la técnica cinematográfica es la única que permite una tal rapidez en la sucesión de las imágenes que se corresponde más o menos a nuestras propias facultades de representación, imitando en parte su carácter caprichoso. Una parte del cansancio que nos invade en las representaciones teatrales no proviene del noble afán que exige la contemplación artística, sino del esfuerzo de adaptación impuesto por la pesadez del movimiento aparente de la vida en la escena; en el cine, sin un esfuerzo semejante, se libera gran parte de nuestra atención permitiéndonos que nos rindamos más espontáneamente a la ilusión.
La segunda consideración concierne al hecho de que, aunque se puede hablar de una simple satisfacción superficial, ésta obsequia a nuestros sentidos con una profusión de formas, imágenes e impresiones de modo totalmente particular y, tanto para el trabajador enmudecido por la estrechez de su vida cotidiana, como para el intelectual aferrado al trajín de su profesión o de su pensamiento, significa ya de por sí un rastro de vivencia artística de las cosas. Ambos argumentos obligan por lo tanto a una reflexión sobre lo que el futuro del cine puede llegar a significar para nuestra constitución psíquica, la pequeña zapatilla dorada de la cenicienta de las artes.
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