La pequeña zapatilla dorada
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Asistimos a la muerte de las grandes salas de cine. Nacieron con el siglo y se fueron yendo con él. En su lugar proliferan los multicines y, sobre todo, el video hogareño. ¿Qué mejor –se oye por ahí– que la intimidad y privacidad del video, en oposición a la reunión entre extraños en grandes salas colectivas? Sin embargo, nada menos íntimo que el video, con espectadores que conversan durante la exhibición, hacen stop para ir al baño y obligan a retroceder la cinta cuando se distraen.
El video no sólo muestra su avaricia restando una enorme porción de la imagen original. La sustracción es aún mayor despojando al espectador de aquello que sólo el cine le permite.
Alguna vez Pino Solanas soltó una frase que da en el corazón mismo del problema: "la información que brinda el video", dijo, ofreciendo la síntesis perfecta de aquello que es vehículo de todos los datos pero que a la vez escamotea la experiencia con la obra de arte. Como el perfecto dibujo de una mujer que se percibe, pero que no se tiene.
El video, teñido por las miserias de la vida cotidiana, carece de esa ceremonia del silencio rodeado de sombras. Un silencio expectante apenas herido por el murmullo de los cuerpos acomodándose y preparándose para ser atravesados por el haz de luz que inventa nuestros sueños en la pantalla.
Quizás también nosotros, al ofrecer films en formato de video digitalizado en un CD ROM, contribuyamos al engaño de mostrarnos generosos con un gesto mezquino. Pero, cabe aclararlo, lo hemos hecho en la esperanza de que algún destello de la obra original perdure, o que el recuerdo del film pueda suplir aquello que se ha perdido.
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