Universidad de Buenos Aires
Resumen
El trabajo se propone analizar el film La habitación del hijo (2001) del director Nanni Moretti, la composición que se realiza del ritmo a lo largo de la película y de qué modos eso se relaciona con el duelo. Para ello se utilizarán autores como Roland Barthes y Jean Allouch, quienes han dedicado gran parte de su trabajo a la problemática del duelo y, sobre todo en el caso de Jean Allouch, el psicoanálisis. ¿Qué relación existe entre el duelo y el objeto perdido? ¿De qué modos entiende el psicoanálisis estas cuestiones?
Palabras Clave: Ritmo | duelo | objeto | pequeño-trozo-de-sí
The Son’s Room: Of Rhythm and Grief
Abstract
The purpose of this essay is to analyse Nanni Moretti’s film The son’s room (2001), the composition of the rhythm shown throughout the film and the way that’s related to grief. To do so, I will use texts from authors such as Roland Barthes and Jean Allouch, who have dedicated a great part of their oeuvre to talk about grief and, specially in the case of Jean Allouch, psychoanalysis. How are grief and the so-called lost object related? How does psychoanalysis approach these matters?
Keywords: rhythm | grief | object | piece-of-oneself
Introducción
¿Qué relación existe entre el duelo y el objeto perdido? ¿De qué modos entiende el psicoanálisis estas cuestiones? El presente trabajo buscará indagar acerca de estas cuestiones, la del duelo y el objeto perdido, a partir del análisis de la película La habitación del hijo, de Nanni Moretti. Para eso se utilizará bibliografía psicoanalítica, en particular, el libro Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca de Allouch (1997), donde el autor se propone repensar determinadas coordenadas relacionadas al problema del duelo en psicoanálisis, pero también a Deleuze en sus teorizaciones sobre cine y Barthes en aquél pequeño libro escrito en ocasión de la muerte de su madre.
Se parte de la idea de que el cine es una instancia de aprendizaje, de puesta en común, de poesía. La propuesta pretende esquivar cualquier afán diagnóstico o clasificatorio, alejándose de la tendencia psicodiagnóstica en el análisis de films y acercándose a otro tipo de encuentro: el del cine con el psicoanálisis en tanto forma de mirar.
Desarrollo
And you, my father, there on the sad height,
Curse, bless, me now with your fierce tears, I pray.
Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the dying of the light.
Dylan Thomas
La habitación del hijo (2001) se ocupa, en sus primeros minutos, de componer los ritmos de una cotidianeidad familiar. Nos presenta las vidas –¿de qué otro modo decirlo?– de los integrantes de una pequeña familia italiana, dos padres, Giovanni (Nanni Moretti) y Paola (Laura Morante), y dos hijos adolescentes, Irene (Jasmine Trinca) y Andrea (Giuseppe Sanfelice). Los cuatro viven en un departamento en alguna parte de la ciudad. Sus vidas transcurren en los placeres y embates de la cotidianeidad.
Moretti es, sin dudas, un director de lo cotidiano. Opta con frecuencia por esos planos que están hechos de paseos, cafés en bares, tareas de latín mal hechas, jornadas de trabajo y de escuela, partidos amateur de básquet. La primera parte de este film nos regala una narrativa sutil hecha de lo bello de una rutina, lo ordinario. Nos presentan un ritmo que, lejos de ser armónico, nos habla de la virtud de lo cotidiano. No se trata de una idealización que remueva cualquier atisbo de negatividad –Moretti entiende que sin eso no habría cine–, sino de un caótico imposible de remover que va acompañado de pequeños, breves momentos de sosiego diario. Al gusto de tomar un café luego de salir a correr se le intercalan los problemas de comportamiento de Andrea o las complicaciones del trabajo.
Al inicio de la película, vemos como Giovanni es citado al liceo de Andrea por el director, ya que su hijo es acusado de haber robado un fósil junto a otros compañeros. Ante el desconcierto de esa actitud, vemos a Giovanni sumergido en una interrogación acerca de su hijo: quién es, de qué forma actúa y por qué. Un desconocimiento algo propio de la adolescencia y que lo mantiene intrigado. Giovanni entra al cuarto de su hijo, observa, busca comprender algo de lo que le pasa por la cabeza, lo discute con su mujer, busca formas de hablarlo con él. Esos aspectos de conflicto también forman parte de cierto ritmo de lo cotidiano. Están marcados por una cierta cadencia propia de una virtuosidad que atribuimos a los embates del día a día.
Pero luego: la muerte de Andrea. La muerte, dice Cano (2021), regala “el don amargo del tiempo infinito, el del mundo y de las vidas que se van con nuestrxs muertxs”, y es que cuando alguien muere “un mundo se va con él”. Un punto de inflexión que quiebra esa cadencia, descompone el ritmo que conocíamos. Algo se quiebra, se corre de su lugar. Ocurre un accidente, algo casi inexplicable, trágico, que se lleva despóticamente al hijo. Cuando el padre, Giovanni, se entera, debe ir a buscar a su hija. Ella está jugando un partido de básquet con su equipo. Apenas ve a su padre –ese espacio entre sus miradas– se produce un quiebre. Acaso sea ese el momento preciso que la narrativa fílmica elige para dar cuenta de una fractura en el ritmo. Irene se queda helada; el resto corre como si nada. Se desconecta, súbitamente, del ritmo (Martín y Álvarez López, 2016).
Empieza, a partir de aquí, un tono que da cuenta de algo agitado, caótico, perdido. Se cuelan en la narrativa espacios de detenimiento, espacios en los que las cosas parecieran no avanzar. Son los cuerpos de los vivos los que sostienen el peso frío de sus muertos (Cano, 2021). Las acciones cotidianas agonizan e incluso los momentos de alegría quedan atrapados en una repetición incesante y tortuosa (Martín y Álvarez López, 2016). Vemos a Giovanni, sentado en el sillón con un control remoto, rebobinando una y otra vez la música. Lo vemos recorriendo un parque de diversiones solo, entre ruidos, pitidos, gritos, luces y movimiento centrífugo incesante. Buscando modos de quedarse atascado en los ruidos, en los movimientos, para quedar sordo de otras cosas. Buscando modos –cualesquiera– de detenimiento. Vemos a la madre propinar un grito vacío, descuartizado. Un alarido de muerte y pérdida. Las cosas, lo cotidiano, han perdido su ritmo. La muerte del hijo ha fracturado algo.
Allouch (1997) sugiere que ciertas ramas del psicoanálisis permanecen cuajadas en una idea de duelo algo vetusta y que se sostiene en la permanencia del concepto de “trabajo de duelo”. Allouch (1997) opta por cuestionar esa idea que, según explica, se basa en una lectura poco esgrimida de Duelo y Melancolía de Freud: ahí donde Freud escribía para entender la melancolía a partir del duelo, muchos se han basado para, erróneamente, buscar una teoría del duelo desde una perspectiva freudiana. Es decir, con ese texto, dice Allouch (1997), Freud se proponía comprender ciertos matices de la melancolía, y no del duelo. He ahí lo desafortunado de una lectura y un uso demasiado arraigados y dogmáticos de ese texto:
Freud no escribió el artículo para establecer una versión psicoanalítica del duelo, como casi todo el mundo a continuación lo dice, o lo cree, o quiere creerlo, sino que Freud, basándose en una versión no crítica del duelo, pretendió así comprender la melancolía. (Allouch, 1997, p. 19)
Allouch (1997) entiende esta forma canonizada de pensar el duelo como algo muy inconveniente: el problema de reducir el duelo a un trabajo. La idea de trabajo de duelo se sostiene en que el sujeto que duela ha perdido un objeto y que, sucesivo al trabajo de duelo, debe procurarse un objeto sustitutivo, algo que sirva de reemplazo de ese objeto perdido. Allouch (1997) exclama, jocoso, ¡Cómo! Atrévanse a insinuar siquiera eso a Dante con su Beatriz, a Hamlet con su padre. “Si pierdo a un padre, a una madre, a una mujer, a un hombre, a un hijo, a un amigo, ¿voy a poder reemplazar ese objeto? ¿No se relaciona precisamente mi duelo con él en cuanto irremplazable?” (Allouch, 1997). Las mantillas del duelo aparecen ahí donde eso que se fue, que fue llevado y parte con Caronte, se cobra con su muerte algo de un valor incalculable, impreciso y sustancial.
Allouch (1997) propone incluso que de esa noción del duelo como trabajo se desprende algo de lo medicalizante: como si ante la muerte bastara la tinta de una prescripción. “No, el duelo (la depresión) es algo distinto de una enfermedad. ¿De qué quieren que me cure?” (Barthes, 1978). La medicalización del duelo acarrea un asunción que funciona a modo de taponamiento: creer saber qué se perdió y enmudecer cualquier cosa que pueda decirse al respecto. Y es que el duelo no es ante cualquier muerte, sino ante aquellas que tocan con los dedos largos la profundidad del ser, tomando consigo un trozo fundamental. Para hablar de duelo hace falta una pieza robada, como el ladrón que huye del museo con la estatuilla dorada bajo el brazo.
Barthes (1978) escribe en Diario de duelo que la idea de una reducción ante el dolor de la muerte le resulta insoportable: “mi aflicción es caótica, errática, en lo cual resiste a la idea usual –y psicoanalítica– de un duelo sometido al tiempo, que se dialectiza, se usa, «se arregla» [...] No puedo soportar que se reduzca –que se generalice– Kierkegaard –mi aflicción: es como si se la robaran” La idea de una temporalidad resulta, tanto para Barthes como para Allouch, insolente: imposible pensar que el duelo, con el tiempo, se acaba.
Allouch (1997) sugiere, entonces, que en esa ideal dual –el muerto y el que lo llora– de duelo hay una falencia en la medida en que, precisamente, se piensa el duelo reducido a términos duales, cuando en realidad no se trata de algo que implica solamente al muerto y al que lo duela:
...quien está de duelo se relaciona con un muerto que se va llevándose con él un trozo de sí. Y quien está de duelo corre detrás, los brazos tendidos hacia adelante, para tratar de atraparlos a ambos, al muerto y al trozo de sí mismo, sin ignorar en absoluto que no tiene ninguna posibilidad de lograrlo… Un grito así nos incita a contar al menos tres, sin duda cuatro personajes: el ladrón, lo robado, el auxilio (a quien el grito se dirige) y… la muerte. (Allouch, 1997, p.30)
Allouch (1997) arriba a la noción del duelo y el “pequeño trozo de sí” a partir de un sueño surgido en un momento de su vida en el que su suegro estaba a punto de morir. La muerte inminente del suegro resuena en él de un modo particular: le recuerda profundamente a cuando, de muy chico, perdió a su propio padre. En el sueño, el autor y su mujer se encuentran en una casita de campo, en una especie de terraza o balcón –la precisión de la descripción geográfica del sueño es acogedoramente precisa–, y deben realizar un salto. Su mujer lo hace sin problemas, es decir, salta sin dificultad, pero él aprieta sus manos, no puede dar el salto, se agarra con fuerza como el niño que aprieta sin soltar. De ahí el autor interpreta que eso a lo cual se aferraba era el prepucio, el falo, y que para hacer ese salto debía soltarse, definitivamente, de él. Se trata de una instancia en la cual es “el prepucio o la vida”: o bien se aferra y pierde el prepucio y la vida, o salta y vive, una vida sin prepucio, pero vida al fin.
Permanecer cerca del prepucio significaba perderlo todo, el prepucio y la vida, manteniendo la influencia del desaparecido sobre mí, sin desembarazarme del duelo; alejarme era renunciar a mi prepucio pero salirme del duelo del padre mediante el acto de dejarle aquello que él agarraba así (Allouch, 1997, pp. 37-38)
El duelo no será ante cualquier muerte, sino que pasa cuando aquél que se va se lleva –de cuajo y devastador– un “trozo de sí”, dejando al que lo duela con la palabra de auxilio entre los dientes, sin saber qué mascullar para que el muerto no cruce con su tesoro al otro lado. El duelo implica, de este modo, “un acto sacrificial gratuito, que consagra la pérdida al suplementarla un pequeño trozo de sí” (Allouch, 1997). Se ha llevado el muerto un jirón crudo, un pedacito de algo que no admite sustituciones. Es un sacrificio, un tesoro. Barthes (1978) aun: “Todo el mundo conjetura –así lo siento– el grado de intensidad de un duelo. Pero imposible (signos irrisorios, contradictorios) medir hasta qué punto alguien ha sido alcanzado”.
Cuando Andrea muere, se lleva consigo un trozo, un tesoro. Una escena da especial cuenta de esto: en el entierro, la familia observa el cajón –y el niño dentro– ser sellado. La mirada se pierde en ese exceso visual y sonoro: el fuego verde en su intensidad que funde y cierra las placas de metal, encerrando al chico lívido rodeado de tela acolchada. El sonido de cada uno de los tornillos que se entierra en el cajón cerrando sus tapas. Martin y Álvarez López (2016) ubican esta escena, siguiendo a Deleuze, como una situación óptica y sonora pura, ahí donde se permanece “sin respuesta ni reacción” (Deleuze, 1985):
Si la banalidad cotidiana reviste tanta importancia es porque, sometida a esquemas sensoriomotores automáticos y ya montados, es más susceptible aún a la menor ocasión que trastorne el equilibrio entre la excitación y la respuesta, de escapar súbitamente de las leyes de este esquematismo y revelarse con una desnudez, una crudeza, una brutalidad visuales y sonoras que la hacen insoportable, dándole un aire de sueño o de pesadilla. (Deleuze, 1985, p.14)
La banalidad de lo cotidiano, eso que Moretti nos enseña con cuidado al inicio del film, se ha visto fracturada en pedazos ante la muerte del hijo. Allí, vemos cómo surge la crudeza y brutalidad de las que habla Deleuze y que se personifican en todo cuerpo en esta escena: el sello hermético del cajón. La imagen y el sonido impregnan de un modo tal a los espectadores y protagonistas que surge ahí algo de lo pasional, acaso de lo terriblemente insoportable, que irrumpe en la vida cotidiana previa (Deleuze, 1985)
Moretti nos sumerge ahora en una suerte de testimonio post mortem: la vida después de Andrea. El ritmo permanece fracturado, en total, imperioso desorden. Un (des)orden de las cosas tremebundo. El padre vuelve a recorrer el cuarto del hijo, que ya no está, deambula y acierta a sonreír solo para, con rapidez, volver al mismo ahogamiento previo: el grito pavoroso. La irrupción de sinsentidos, vacíos, es retratada de forma conmovedora. Los vemos intentando hacer cosas –una cena, un partido, una tarea– y quebrarse a la mitad, cada quien en su ritmo de aflicción (Barthes, 1978).
Lacan sugiere que “lo que nos duele no es tanto el objeto que perdimos, sino eso que fuimos para el que perdimos” (Kohan, 2021). Eso que fuimos para el otro, y que se va con él, se configura desde la más íntima singularidad; es irrepetible, es una melodía perdida. Una pieza –no la única– de lo que fuimos y que ya no está (Kohan, 2021).
Aun así, de a poco, tardo, comienzan a armarse nuevos espacios: vuelven las sonrisas ocasionales, logran reír, continúan trabajando, yendo a la escuela, a tomar una cerveza, hacer las tarea juntos. Una vez más se compone algo de una cadencia “como se puede”. La vida de esta familia comienza a restituirse, solo que diferente (Martin y Álvarez López, 2016).
Hasta que un día un acontecimiento intriga a todos: la madre descubre, por medio de cartas que llegan remitidas a Andrea, que el muchacho tenía una suerte de novia de verano, aun no enterada de la muerte del chico. Se debate acerca de qué hacer con eso, cómo contarle. La aparición de esa chica despierta algo, una alegría acaso, la tibieza de un recuerdo de algo ya perdido. Nuevamente hay un ritmo que cuesta seguir su trazo: Giovanni escribe cartas intentando explicar, la lapicera sobrevuela, garabatea monigotes trensudos, las deja incompletas. Se decide finalmente llamarle para avisarle que el chico está muerto. La madre decide, además, invitarla a que les haga una visita. En búsqueda de cualquier cosa que logre sostener al hijo un poco de este lado. La chica al principio no quiere y, sin embargo, decide finalmente presentarse. Lo hace casi de pasada, les toca el timbre de camino a tomarse un colectivo para vacacionar con un amigo. Ellos, padres e hija, se ofrecen entonces a llevar en auto a la chica y su amigo hasta la frontera con Francia para tomarse ese micro. Una vez llegado allí, observan a los dos jóvenes subirse al micro, ellos esperan abajo a que arranque para despedirse. Comienza ahora, según Martin y Álvarez López (2016), una coreografía especial, hecha de pasos y cadencias del caminar. Mientras que esperan que el micro arranque, la familia empieza a caminar hacia la playa, justo al lado. Cada persona camina su propia trayectoria, de forma independiente, pero juntos, aliviados de cierta forma, del peso de una tragedia terrible, habiendo hecho algo nuevo de eso. El retorno de un ritmo.
La muerte del hijo, que se lleva consigo un trozo de sí. Jamás podría un muerto cargar consigo ese tesoro si no hubiese sido terriblemente amado por quienes lo gritan. Eso que se lleva consigo está perdido, no podría ser reemplazado. Y aún así, lo que elige mostrarnos Moretti en este film es un salto: aquél al que alude Allouch (1997) en su sueño, un salto para seguir con la vida, componer un nuevo ritmo, aún con dolor empezar a tomar el camino de ese salto.
El duelo no es anulable, sino transformable (Barthes, 1978). No se trata de una “superación”, de un dejar-atrás la muerte del hijo –esa muerte dolerá toda la vida–, sino prefigurar ese acontecimiento como otra cosa que un agujero negro. Barthes (1978) retoma de una carta escrita por Proust a Georges de Lauris en ocasión de la muerte de su madre:
Cuando se acostumbre usted a esa cosa horrible que es ser rechazado hacia el antaño, entonces la sentirá usted revivir dulcemente, volver a tomar su lugar, todo su lugar cerca de usted. En este momento, esto no es posible todavía. Esté usted inerte, espere que la fuerza incomprensible que lo ha roto, lo levante un poco, digo un poco pues siempre guardará usted algo de roto. Dígase usted esto pues es una dulzura saber que no se amará nunca menos, que uno no se consolará jamás, que se acordará cada vez más. (Proust, como se cita en Barthes, 1978)
Dar ese salto, y seguir viviendo. Un duelo: hacer del vacío una ausencia.
Conclusiones
La habitación del hijo (2001) nos brinda, como espectadores y oyentes, un testimonio: el de un duelo tremebundo –¿hay de otro tipo?–. La muerte de aquel hijo amadísimo que, con su partida, se lleva algo que produce una fractura en el ritmo. Ese algo –no sabemos de qué se trata, qué se ha llevado precisamente– robado, arrancado de cuajo, produce un quiebre tremendo: lo que era un ritmo cotidiano determinado se convierte en desasosiego, congoja. Lo que Moretti nos muestra –de un modo, por cierto, bellísimo– es que aquel que fue amado se lleva con su muerte un pequeño trozo de sí (Allouch, 1997). Si Allouch (1997) nos grita que debemos soltarnos de ciertos preconceptos duales, prefabricados y medicalizantes del duelo, es precisamente por esto: porque entender que ese trozo que se va con el muerto es irremplazable es también comenzar a comprender que en el duelo se juega algo fundamentalmente amoroso. El duelo no podrá aislarse, reducirse a una serie de habladurías teóricas; Allouch (1997) comprende, al igual que Barthes (1978), y nos lo dice, que hay pocas cosas tan íntimas y singulares como el duelo. Imposible –irreverente– intentar reducirlo a otra cosa que no sea del orden de lo singular.
Allouch (1997) nos cuenta, a partir de un sueño, que, para él, el duelo ante la muerte del padre se trató de un salto: uno que le permitiría soltarse, dejar de aferrarse con tenazas, y lanzarse hacia la vida. Acaso el duelo, si puede decirse algo, tenga que ver con eso: el paso de un agujero –negro, terrible– a una ausencia que –como lo amoroso– durará toda la vida.
Referencias
Allouch, J. (1997). Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca. (1ra edición). Buenos Aires: El cuenco de plata.
Barthes, R. (1978). Diario de duelo. Zaragoza: Titivillus.
Deleuze, G. (1985). Más allá de la imagen movimiento. En G. Deleuze La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. (1ra edición). Barcelona: Paidós.
Martin, A., Álvarez López, C. [regularlovers], (2016). Broken Rhythm: Nanni Moretti’s “The Son’s Room”. Recuperado de https://vimeo.com/168973409
Moretti, N. (director). (2001). La stanza del figlio. [Película]. Italia: Bac Films.
Kohan, A. (2021). Duelos. ElDiarioAR. Recuperado de https://www.eldiarioar.com/opinion/duelos_129_7938047.html
Virginia Cano (2021). Dar (el) duelo. Notas para septiembre. (1ra edición) Buenos Aires: Galerna.
NOTAS
Me resulto interesante de este trabajo el abordaje que se hizo sobre los recursos estilísticos del cine para abordar los efectos que generan en el espectador.
Según Morín “el montaje pone de acuerdo los fragmentos temporales según un ritmo en particular que no es el de la acción, sino el de las imágenes en acción”.
Como se comenta en el artículo presentado, en el comienzo del film se maneja un determino ritmo para dar cuenta de una cotidianeidad que funciona, y éste ritmo se ve alterado a partir de la muerte de uno de los personajes, cambio de rítmo que introduce al espectador en lo que para el psicoanálisis se corresponde con la entrada del duelo.
El autor del escrito menciona que “Las cosas, lo cotidiano, han perdido su ritmo. La muerte del hijo ha fracturado algo.”. El cambio de la técnica en cuanto al montaje de la película introduce un efecto en relación a una temporalidad subjetiva, afectiva. La modificación de ese ritmo a lo largo de la película permite transmitir algo de esa elaboración del duelo que se produce en los personajes principales.
Lo primero que Freud introduce en su escrito sobre Duelo y melancolía, es que “a pesar de que el duelo trae consigo graves desviaciones de la conducta normal en la vida, nunca se nos ocurre considerarlo un estado patológico”. Son estas desviaciones de la conducta normal de la vida las que se transmiten mediante los recursos que el cine posibilita.
Película:La habitación del hijo
Titulo Original:La stanza del figlio
Director: Nanni Moretti
Año: 2001
Pais: Italia
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