Entre las más pavorosas catástrofes contemporáneas se encuentra sin duda la colaboración de los médicos con las dictaduras militares. ¿Cómo llega un profesional formado en el arte de curar a transgredir su juramento hipocrático y devenir victimario de quienes más necesitan de sus cuidados?
El tema cuenta con excelentes trabajos de investigación –como los de Robert Lifton y Horacio Riquelme– pero ha sido la estética la que nos ha ofrecido la aproximación más lúcida al problema. La literatura, con “Villa”, de Luis Gusmán, y particularmente el teatro con dos prodigios: “La muerte y la doncella”, de Ariel Dorfman, y “Potestad”, de Eduardo Pavlovsky.
Ambas piezas comparten un curioso privilegio: largamente premiadas en el extranjero debieron dar un rodeo por el mundo antes de ser apreciadas en toda su dimensión por su público natural en Santiago y Buenos Aires. Destino de los más sutiles espejos, fue necesario que transcurriera cierto tiempo para que los espectadores pudieran soportar su trama. Esto es especialmente claro en el caso de “Potestad”, cuya fuerza y profundidad la colocan entre las más notables anticipaciones estéticas de la dramaturgia argentina. Y así como “La muerte y la Doncella” fue llevada al cine por Roman Polanski, Luis César D’Angiolillo dirigió en Argentina la versión cinematográfica de “Potestad”, que acaba de obtener el premio especial del jurado en el Festival de Trieste.
La versión, una multiplicación dramática de la pieza teatral, amplifica y potencia algunos de sus hallazgos. Tomaremos aquí el de la dialéctica entre la culpa y la responsabilidad.
Desde el acierto inicial, son los túneles del subterráneo de Buenos Aires el escenario para el vía crucis del doctor Eduardo Martínez, un médico elemental que espanta por su banalidad. Las líneas y combinaciones se transforman en una maraña mental, metáfora genial de las construcciones seudodelirantes del protagonista. El director, que descubre el film que anida tras la obra teatral, explota cada uno de sus detalles y nos pasea por una galería de la culpa. Las proyecciones paranoides, los autorreproches, los sentimientos atormentadores, las fantasmas persecutorios, se suceden frente al espectador creando un clima inquietante que anticipa lo peor.
Como se sabe, “responsable” significa “aquél del que se espera una respuesta”. La clínica enseña que la culpa aparece como reverso de la responsabilidad. Allí donde existe un punto ciego en la responsabilidad de un sujeto, el sentimiento de culpa aparece en su lugar. A la vez que nos pone sobre la pista de la responsabilidad pendiente, la oculta a la conciencia, porque adhiere su carga energética a un objeto sustituto.
Es aquí cuando el film viene en nuestra ayuda. El detalle del pomo de una ducha, que liga el baño supuestamente reparador a la escena del crimen. Y la escena del crimen, al encuentro amoroso en el gimnasio, sugiriendo una línea de análisis que va más allá de las evidencias.
¿Puede un hombre cumplir la función paterna respecto de una niña habiéndola robado luego de participar en el asesinato de sus verdaderos padres? Decididamente, no. Si bien la cuestión está saldada teóricamente, ello no impidió que el sentido común, los intereses creados e incluso cierta psicología, aparecieran avalando semejante aberración.
Es en este punto donde el film aporta una cuota extra de lucidez que es necesario señalar. La pareja que intenta resolver sus frustraciones respecto de la paternidad robando un niño, se condena a una doble imposibilidad. Por un lado, cancela cualquier posible función parental respecto del menor; por otro, impugna definitivamente el vínculo que los une.
Cuando se recrea en off la escena en que se la llevan a Adriana, el doctor Martínez se muestra sorprendido por la situación, pero su desconcierto se expresa especialmente respecto de un gesto sutil. Este dato no emana de los elementos externos que irrumpen en el living de su casa, sino que aparece referido a su mujer. No había nada que hablar, y yo descubro: ésta es mi mujer... ésta es mi mujer…
¿De qué “descubrimiento” se trata? Independientemente del propósito cinematográfico, digamos que si hay un desconcierto, éste es respecto de la posición de su mujer, que trasunta cierta prescindencia frente a lo que allí acontece. No es entonces azaroso que el personaje central sea masculino. Mientras que el hombre puede sostener la farsa incluso más allá de las evidencias elementales, la mujer sabe de su déficit respecto de esa hija y cuando se desbarata la patraña ya no puede seguir adelante con la mentira.
Se trata de una confirmación, por la negativa, de las diferentes posiciones que adoptan padre y madre frente a un daño al hijo. Pero este lugar de resignación estaba en rigor anticipado en el instante en que Ana María pretendió devenir madre aceptando el “regalo” de su marido. Esta posición objeto respecto del hombre supone toda una elección [1].
El film nos ofrece también un camino para la hipótesis clínica respecto de la responsabilidad subjetiva del doctor Martínez.
La angustia va in crescendo al ritmo del traqueteo del subte, que martilla su rumbo siempre al mismo e idéntico punto de partida. Hasta que la historia desencadena en la escena de la confesión. Pero una vez más, ¿de qué confesión se trata? ¿De la que el espectador presiente desde un comienzo, o de esa otra que Pavlovsky dibuja en filigrana?
El director, en empatía con el autor, amplifica este costado de la trama inicial [2]. Se trata de su posición ante los hombres. Primero, ante sus camaradas de armas, luego ante los extraños que irrumpen en el living para llevarse a Adriana. Contra todo pronóstico, no importa el signo ideológico ni la clase social de unos y otros. Los primeros le entregan a la criatura, los segundos se la quitan. Pero el hombre se sostiene en su admiración por todos ellos.
Se trata de una posición de objeto, de instrumento de otros. Los “padrinos”, que asedian con sus regalos, al tiempo que sostienen al protagonista, lo humillan. Pero él no puede vivir sin ellos. Se transforman así en el reverso lógico de la imposible paternidad del doctor Martínez. Pero contra toda evidencia, no se trata de la perversión, sino de una peculiar posición neurótica.
La pista la encontramos en un nuevo acierto del film: la entrada en escena del padre del doctor Martínez. Sugerida en la obra, la posición de sometimiento que tiene el protagonista a ese médico ejemplar e inalcanzable, resulta brutal en la versión cinematográfica.
No hay por lo tanto psicopatología del médico criminal, como tampoco la hay del torturador. Hay sí, elección. Y habrá, o no, responsabilidad respecto de ella.
Por eso cuando salimos del cine, cuando el film nos abandona, sabemos que estamos irremediablemente solos. El médico colaboracionista sigue allí, al acecho. Culpable en este mundo real, es decir, gozando de la más vergonzante impunidad.
NOTAS
[1] En varios casos, las esposas de los militares raptores de niños alegaron “desconocimiento” respecto de los orígenes de la criatura. Desde la patética justificación de la señora Castillo, esposa del subcomisario Miara, hasta Alicia, el personaje de Norma Alejandro en La historia oficial, el “no preguntar” representa un agravante desde el punto de vista de la responsabilidad subjetiva.
[2] Ver al respecto comentario sobre la versión teatral
Película:Potestad
Titulo Original:Potestad
Director: Luis César D' Angiolillo
Año: 2002
Pais: Argentina
PDF: Potestad
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