Al tiempo que bosqueja las aberrantes prácticas durante la dictadura, la versión teatral delinea con precisión los avatares subjetivos del protagonista.
El monólogo, escenario de la obra, nos conduce fragmentariamente hacia la construcción de una historia. La historia del hombre y su mujer, la cual no es ajena a la historia del hombre y los hombres. Es en ese marco, y casi tangencialmente, donde se irá reconstruyendo la llegada de Adriana y su partida.
El relato comienza con la preocupación del hombre por recrear aquella mirada de su mujer enamorada. Pero, no es cualquier mirada para él: “Y esta mirada, tan particular de mi mujer, me sostenía virilmente (…) me impregnaba de masculinidad” [1]. Confiesa su dependencia a esa mirada así como al reconocimiento que esa mirada le provee. Se obliga a banales proezas cotidianas para lograrla; desde proezas deportivas en la juventud hasta posiciones físicas estudiadas al detalle en la actualidad. Siempre para la mirada de Ana María.
Sus esfuerzos se reparten entre ser lo que cree que ella espera de él, y en darle lo que cree que ella necesita, lo que le falta. Pero nunca alcanza. Ana María no lo mira; no le habla. Él, que quiere ser perfecto, ¡siempre está en falta! Lo cual lo relanza a nuevas hazañas, y a nuevos intentos de recobrar aquella mirada y reparar el sentimiento de humillación.
Concomitante a esta posición, la idea de que otros hombres son más que él. Frente a ellos, por poco se arrodilla; los admira, los imita. Pero, algún desaire, y otra vez humillado.
Los hombres y Ana María son para él los escenarios donde construye su imagen perfecta. Son el espejo que le devuelve la imagen que quiere ostentar: perfecta. Pero, algo siempre lo reenvía al comienzo. Y a empezar nuevamente, a volver a intentarlo… ¿hasta dónde? [2]
Imitando a ellos o mostrándose a ella, la oscilación es permanente: de viril a humillado; una y otra vez.
Entre estas confesiones, también se va vislumbrando el sufrimiento por la pérdida de Adriana. Un profundo dolor lo atormenta.
Se llevaban a la nena y él intentó sostenerse en el lugar en el que se había auto-nominado, pero la farsa requería, por lo menos, la confirmación de Ana María: “¡Y yo soy el padre, yo soy el padre!”. Pero Ana lo dejó solo: “Y yo quedé esperando que ella dijera: “yo soy la madre”. ¡Se dio cuenta que ella no se levantó [el hombre que se llevaba a Adriana] y que yo me sentí humillado!”. Ana le escatima la mirada, ahora, definitivamente. El relato muestra un dolor desgarrador: “Me siento tan solo, Tita… Es muy difícil explicarte, Tita, el vacío inenarrable que se siente…”
Siempre le dedicó a Ana sus hazañas. Él lo confiesa; lo sabe. Pero una verdad permanece secreta para su yo…
El monólogo nos acerca a la historia del robo de Adriana, y a esta altura se nos revela otra cara del personaje. No sólo del personaje teatral sino, y fundamentalmente, otra cara de ese hombre: de víctima a victimario.
“… La puse en el coche y la nena me miraba con esos ojos celestes, la nena me miraba y se la llevé a Ana (…) no preguntes nada… Esta nena es nuestra ¡me la gané yo! Le ofrece a Ana María el trofeo. Otra cara del hombre pero la misma posición subjetiva. Gran hazaña esta vez.
NOTAS
[1] Todas las citas textuales de la obra han sido extraídas de: Pavlovsky, E. 1985. Potestad. Buenos Aires, Ediciones Búsqueda, 1987.
[2] “…podríamos hablar del efecto, del interés y de la pasión humana, en salir del sufrimiento neurótico banal alienando la propia subjetividad, o mejor, reduciendo la propia subjetividad a una instrumentalización. Esta pasión me parece una tendencia inercial de cualquier neurótico: la pasión de la instrumentalización. […] Porque justo ahí está lo inaceptable: que, para poder conseguir una salida al sufrimiento neurótico banal, el neurótico pueda considerar que cualquier precio es bueno”. Calligaris, C. La seducción totalitaria. En Psyché, 1987.