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“Como Dios manda”: El amor de los cobardes

por Gallino Fernández, Griselda

The Young Pope, reúne los rasgos más audaces y polémicos del director Mario Sorrentino en una fantasía papal de diez episodios que narra el comienzo (y tal vez también el final, aunque esto no queda del todo claro) del pontificado del estadounidense Lenny Belardo, que como cabeza de la Cristiandad adopta el nombre –y la elección del nombre es toda una declaración de principios— de Pío XIII. [1]

Lenny Belardo es un papa joven, tiene 44 años. Y es estadounidense. No era el candidato favorito, pero el cónclave lo elige porque cree que puede ser un puente efectivo entre los cardenales más conservadores y los más progresistas. Pero no es así…

Tras ser elegido, Pío XIII, decide terminar con el sistema que ha venido rigiendo la curia: no quiere dirigirse a los fieles, no quiere bautizar niños, no quiere seguir los consejos políticos del astuto secretario de Estado, detesta la Iglesia tal como es y duda con frecuencia de su propia fe.

Además, es muy conservador. Demasiado. No solo en cosas como el aborto, la eutanasia o la homosexualidad -quiere expulsar de la Iglesia a todos los sacerdotes homosexuales, sean célibes o no-, sino en otras de las que apenas se habla.

No quiere que el catolicismo sea una religión amable, no quiere oír hablar de tolerancia y apertura. Si con todas estas medidas se pierden fieles, los católicos serán menos, pero estarán unidos, más que por la fe, por el temor a Dios. Y él es el Papa, el vicario de Dios, de modo que simplemente se le obedecer.

La mayoría piensa que es un loco déspota y algunos pocos, que es un santo, pero casi nadie entiende su estrategia. No le importa hundir la Iglesia, porque las ruinas resplandecerán, porque serán el efecto de la Verdad, que es Dios, que a todos los efectos es él.

Sus motivos son mitad personales -sus padres lo abandonaron en un hospicio para vivir la vida ’hippie’ y él detesta toda forma de progresismo porque lo identifica con la frivolidad de quienes lo traicionaron- y mitad teológicos.

Le repugna que el Vaticano haya permitido que la religión se convirtiera en algo tan parecido al resto de los ámbitos laicos de la vida: no entiende que la Iglesia quiera simular que es una especie de ONG, ni la absurda alegría de los creyentes al verle, como si despertara las mismas sensaciones que una estrella de pop juvenil y no las propias del representante de Dios en la tierra, ni los consejos de especialistas de ’marketing’, que quieren poner a la venta platos y camisetas con su cara -además de joven, es muy buen mozo- para que el Vaticano, que tiene dificultades económicas, aumente sus ingresos. Y uno va entendiendo que no se lo entienda. Porque la religión no era esto, ¿verdad?

La religión, o al menos el catolicismo, se ha convertido en una especie de tenedor libre. Uno escoge solamente aquello que le sienta bien y desdeña lo que no le conviene: puede creer en el cielo, pero desecha la idea del infierno por cruel; tiene una moralidad más o menos inspirada por los designios de Dios, pero considera que el sexo prematrimonial no es malo; se tiene por un miembro de la Iglesia, pero no va a misa, aunque sea obligatorio, ni sigue muy estrictamente las indicaciones de los curas.

Pero, al mismo tiempo, es un poco raro relacionarse así con una religión. A menos que la religión sea ya como todo lo demás en nuestro mundo: un poco de ’marketing’, un poco de consuelo moral y de placer estético, un poco de sensación de pertenencia y bastante de individualismo, tanto en lo serio como en lo frívolo. Quizás la religión no pueda ser otra cosa.

Al Pío XIII de ficción esto le hace hervir la sangre, pero quizá sus asesores tengan razón y no entienda del todo el mundo en el que vive, donde hay que asumir compromisos, ceder, aceptar el pasado y reivindicarse.

O quizá la tenga él y sea mejor arruinarse por creer en una idea firmemente -y dudar de ella como solo se duda de las ideas en las que se cree de verdad- que ser popular y ceder traicionando todo lo que uno es.

La serie, ha sido tachada invariablemente de irreverente y blasfema en ámbitos católicos. Y ciertamente lo es, en algunos aspectos; pero lo es de un modo extrañamente paradójico: pues, aunque su frívolo tratamiento de los dogmas de la fe católica y su mirada cáustica sobre la curia vaticana no están exentos de perfidias, no puede negarse que esta actitud convive con una rendida admiración hacia la Iglesia.

El director queriendo tomar la Iglesia a broma, no puede evitar tomarse a la Iglesia muy en serio. Mostrando los aspectos más bufonescos y penosos de las intriguillas eclesiásticas (y magnificándolos hasta la caricatura), no puede evitar caer rendido ante ella.

El propósito de “The Young Pope” no es el de desprestigiar la Iglesia como el de confrontarse con su misterio y sus contradicciones. El espectador se preguntará perplejo cómo es posible que una institución regentada por fanfarrones y ambiciosos haya podido sobrevivir a todos los naufragios. Y tal vez el espectador pueda llegar a la conclusión de que esa institución cuenta con un Dios que, a su vez, cuenta con nuestra naturaleza fanfarrona y ambiciosa.

Que Cristo, al fundar su Iglesia, no pasó por alto la fragilidad humana. Como escribió Chesterton: “Todos los imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados sobre hombres fuertes y sobre hombros fuertes. Sólo la Iglesia fue fundada sobre un hombre débil, y por esa razón es indestructible”.

La serie se sostiene en esta tensión entre contrarios. Convierte a su protagonista en un narcisista incrédulo como en un hombre de fe ardorosa. La elección como protagonista de un papa tradicional que adopta posiciones tal vez muy duras (pero no contrarias a la doctrina católica) nos demuestra que la serie pretende provocar en el sentido más noble de la palabra.

The Young Pope resulta, en efecto, muy provocadora no tanto por sus irreverencias como porque obliga a repensar cuestiones que el espíritu de nuestra época ha declarado resueltas o inatacables. El espíritu de nuestra época está habituado a una Iglesia más hospitalaria o contemporizadora.

El temerario Papa de Sorrentino se atreve a combatir el espíritu del mundo sin paños calientes ni componendas, se atreve a desafiarlo enclaustrándose dentro de las murallas vaticanas y lanzando desde allí sus andanadas antimodernistas, sin importarle un comino caer antipático a sus contemporáneos, irritando tanto al mismo tiempo al oficialismo eclesiástico y al progresismo mundano.

La serie se convierte entonces a la vez en una crítica al proselitismo religioso y la corrección política, los usos viajeros de los papas posconciliares y el orgullo gay, las intrigas de la curia vaticana y las petulancias del mainstream ideológico, que ha logrado imponer dogmas que ya ni siquiera la Iglesia se atreve a cuestionar. Aunque parezca que la mirada que se propone es la de una Iglesia progresista que se abra al mundo, hay también en él admiración hacia la Iglesia que se atreve a plantar batalla al mundo.

Esta tensión irresoluble la resolverá Sorrentino incorporando a su protagonista una serie de traumas (su condición de huérfano, su nostalgia de un amor juvenil) que, cuando por fin se solventen, lo convertirán en un hombre mucho más cálido y afectuoso. Entonces la dureza de sus juicios se ablandará; su egolatría se tornará generosa donación; su comportamiento dejará de ser errático; y sus dudas de fe (nacidas de la soledad y la represión de los afectos) se disiparán, hasta poder sentir –en la última secuencia de la serie—el abrazo de la Madre del cielo, después de haber sufrido tanto por no haber sentido nunca el abrazo de su madre terrenal.

Hasta ese desenlace, The Young Pope transita siempre por territorios poco complaciente, a veces decididamente escabrosos. Muchas de las irreverencias y herejías que profiere el joven Papa (también, por cierto, muchas de sus ortodoxias más deshumanizadas) pueden interpretarse como un síntoma de esa fragilidad.

En este sentido, podemos rescatar una escena con el personaje de Esther, la joven esposa estéril de un guardia imperial, en tanto reminiscencia de un objeto más valioso perdido por Lenny, quién hará aflorar alguna de las represiones que éste alberga activas en su interior, en una crucial escena en la que dos subhistorias van a encontrar su intersección: la fabricación de una madre y la represión del amor. ¿De qué manera?

Esther, a quien habíamos asociado con “un único deseo”, es decir, el de ser madre a pesar de su esterilidad, siente crecer una idea en su interior: su deseo, de ser posible, pasa necesariamente por la celebración de un milagro.

Y éste solo puede ser realizado por un santo que lo practique, es decir, un intermediario con el Cielo que interceda por ella en la tierra. Para ella, un verdadero héroe cuyas proezas computarían en el eje de la santidad y no tanto en el de los retos terrenales. Y Esther sabe quién es esa única persona posible: Lenny

Esther le asegura a Lenny con convencimiento ciego: “… la gente dice que eres un santo. La gente dice que eres un santo que realiza milagros.” Esta es la razón por la que Esther comienza a desabrochar su blusa para ofrecer a Lenny su vientre, el escenario trágico de su desdicha más acuciante.

Con la mano de Lenny sobre su vientre desnudo, Esther comienza a rezar a la Virgen María, una oración cuyas palabras señalan por completo el fenómeno de la maternidad. Paradójicamente, ella obra como sacerdotisa y facilitadora de un contexto de fe en el que desea poner en marcha una concepción artificial, gracias a la intervención del “santo que realiza milagros”. Esther reza con sinceridad, intensidad y devoción, incluso con teatralidad, una que requiere para espantar de su recién construido contexto toda posible lectura pecaminosa. Y dicho blindaje de pureza ofrece a Lenny un margen para la contemplación. ¿La de Esther?

Bueno, algo de ella, en realidad, comparece, nuevamente, ante Lenny, como una reminiscencia de otra mujer, de otra madre; una mucho más crucial para él de la que cree encontrar una parte en la estampa de Esther. En realidad, ella no lo sabe, pero Lenny está leyendo la escena de otro modo. Y, de hecho, Lenny no acompaña la oración de Esther ni con su palabra ni con su pensamiento, sino que tan solo la contempla.

Contempla la estela evanescente de otro objeto perdido. Eso es lo que le interesa, toda vez que la escena construida de Esther exhibe para él los ingredientes primigenios de un fenómeno maternal, el más comprometido y enfermizo deseo de una madre, del que él no pudo disfrutar, y cuya perdurabilidad y fiabilidad eternas le fascinan en lo más hondo. Algo de ese amor maternal, ése que él no puede comparar a ningún otro, se está fraguando ante sus ojos.

Sin embargo, la interiorización que Esther ha realizado de Lenny como el santo que realiza milagros, y por tanto el único héroe a la altura de su mirada, es decir, de su deseo, hace que la oferta de su vientre le resulte absolutamente insuficiente. De modo que, alentada por el hecho de que Lenny aceptara mantener su mano sobre su vientre, continúa desabrochando por completo su blusa para ofrecerle no ya su vientre, sino toda ella al completo, pero metonímicamente representada a través de su pecho.

Esther guía la mano de Lenny hacia arriba para acercarla hasta su pecho desnudo y él se deja guiar. En ese momento, la lógica de la pureza, a cuyas normas se había atenido la conducta de Esther, pierde sus referencias y se convierte en una lógica de entrega sexual.

En primer lugar, el desabotonado de la blusa se narra como una lenta e irresistible escena erótica en la que las manos de Esther actúan sobre cada botón con toda lentitud, retrasando el momento de su entrega, poniendo en valor cuanto de ella se esconde tras la blusa, pero que le ofrece a Lenny de forma expresa mirándole en todo momento a los ojos. Es más, la lógica erótica se manifiesta por completo en el hecho de que la imagen ofrece apenas una grieta entre las dos solapas de la blusa, pero no su pecho, que queda en todo momento cubierto por la prenda: en su lugar, solo la rendija que sirve a Lenny como signo de oferta, mitad explícita, mitad sensual.

Y, el último detalle que lo confirma es el gesto de Esther con sus ojos cerrados en el que se dibuja un claro gesto de placer erótico por saberse tocada por el hombre al que desea.

De nuevo, el pecho femenino como el objeto que se ofrece para nuestro personaje masculino, el mismo que Freud propuso como el “objeto de satisfacción primera”.

Pero volvamos a la verdadera oferta que, en realidad, Esther está realizando: la de sí misma al completo.

Y es que, en efecto, un deseo mayor hace su aparición, y Esther lo señala con sus enormes ojos clavados como jamás lo habían hecho en el mayor objeto de goce que puede concebir en toda su magnitud familiar.

Así es cómo Lenny es forzado a colocarse en la posición del hombre deseado, es decir, la del hombre que no es capaz de ser. Nunca fue niño deseado, de hecho, sus padres lo abandonaron cuando solo era un niño. La posición del niño deseado le está vedada, pues situarse en ella, o ser situado en ella por otros como Esther, le hace experimentar la angustia de revivir la decepción de ser nuevamente abandonado.

Y, por esta razón, es que Lenny necesita poner fin a la escena que Esther ha puesto en marcha: “Esther, yo amo a Dios porque es muy doloroso amar a los seres humanos. Amo a un Dios que nunca abandona o que siempre me abandona. Dios, o la ausencia de Dios, pero siempre reconfortante y definitivo. “Soy un sacerdote. He renunciado a mis prójimos, hombres y mujeres porque no quiero sufrir, porque soy incapaz de aguantar el dolor del amor, porque soy infeliz, como todos los curas. Sería maravilloso quererte como tú quieres ser amada, pero no es posible, porque yo no soy un hombre. Soy un cobarde. Como todos los curas.”

¿De qué habla Lenny, en definitiva? ¿No habla de la incapacidad para lidiar con la confianza y la incertidumbre que ésta convoca? ¿Y no es ésa una de las características más definitorias del amor terrenal?

Lenny degrada su amor al de la categoría de un amor cobarde, fue tan doloroso y profundamente herido en el pasado, que ya no es capaz de afrontar la construcción de una confianza en alguien que puede desaparecer, que puede abandonarle, como hicieron sus padres. Por tanto, solo Dios está a la altura de semejante compromiso eterno. Aparece aquí el borde aún sangrante de la herida que palpita en el fondo de Lenny y de la que parece no haber sido capaz de recuperarse. De hecho, comenzamos aquí apenas a atisbar el alcance de su herida, una que incluso llega a justificar el hecho de que nunca jamás haya sido capaz de comprometerse con ninguna mujer, pues en ellas siempre localiza el riesgo atroz de volver a ser mutilado y perder de nuevo una parte de sí mismo, según la propia lógica del objeto perdido.

¿Hay alguna escena en donde esto se nos muestre con toda claridad? Sí, de hecho, al final nos permite asistir al momento de la desaparición de sus padres: justo en el momento en que sus padres le abandonaron frente a la puerta del orfanato, se produjo la “desaparición”. Allí donde primero esperaban a que su hijo Lenny atravesara la puerta del orfanato, justo coincidiendo con el pensamiento de Lenny: “Me daré la vuelta y los veré”, es donde y cuando se produce la desaparición. Lenny se da la vuelta, y sus padres ya no están. Algo de otro “amor de cobardes” parece ponerse en juego en lo que respecta a sus padres. El último plano muestra el camino vacío en el que ya no están sus padres. La piedra blanca junto a ese camino nos permite localizar el epicentro de la más enorme ausencia.

Finalmente, es aquí donde Lenny enseña, así, su herida más acuciante, y la explica con tanta humildad que incluso parece improbable en un ser que sufre de la manera cómo él lo hace, y cuyas consecuencias sufren los fieles a través de su papado. En este sentido, podemos afirmar que en el vínculo con Esther la relación entre responsabilidad y culpa parece finalmente articularse: no hay responsabilidad subjetiva sin culpa, en donde esta última resulta de factura particular y la primera una singularidad. La culpa anestesiada le implica “saberse culpable” implica pasar por una experiencia de deseo inconsciente que, una vez más, obliga. Sin duda es más sencillo querer desligarse del asunto, no querer saber nada de ello.

Su papado conservador, le implica simplemente obligarse, hacerse cautivo, para garantizar una deuda: la culpa de ser desear a Esther y ser deseado no es más que la imputabilidad de un daño por el que hay que pagar, incluso con la cautividad de su propio cuerpo. Ceder en su deseo es entendido, siempre en el destino de alguien, como traición de un pacto (consigo, con otros, precario, cualquiera). Alguien traiciona su vía, se traiciona, o es traicionado.

La culpa moral en Lenny tapona el acceso a un orden de deseo: la situación misma es un castigo, el precio de la culpa con la que paga y le hace pagar a los fieles, aunque esta se trate de volver el catolicismo a su más oscuro ostracismo, a un papado profundamente reaccionario con un discurso medieval que configurara una visión arcaica de Dios basada en el temor.

Muy por el contrario, Lenny más que representar una personalidad anodina, se nos presenta con su propia y muy complicada subjetividad interior, en constante actividad. Dicho de otra manera, se trata de un hombre con un pasado muy particular que a pesar de su “corta” edad sigue lidiando en su interior con su condición de huérfano.

El abandono de sus padres hippies que lo interrogara de tal forma durante toda su vida, hasta el punto de que ello terminará condicionando el carácter de su mayor obra de vida, es decir, su Papado.

En otras palabras, él no deja de considerar su trayectoria en lucha y su enorme falta, como un sendero de éxito, a pesar del dolor cristalizado en el trayecto. Y, por tanto, aspira a imponer a todos los demás una réplica de su propio y doloroso sendero, bajo el cual late la figura de un problema no resuelto, una complicación no suficientemente elaborada y aún activa en su interior. A falta de localizar como objeto de su ira el rostro de sus padres, el Papa volcará esa energía contra todos los fieles. El Papa parece estar poniendo en juego algo de lo que enunciaríamos como… “Si yo fui abandonado y sin la ayuda de mis padres llegué a triunfar, ustedes no contaran con el apoyo de mi Iglesia”.

Visto desde este punto de vista, podría decirse que el comportamiento de nuestro Papa resulta un tanto… infantil, ¿no es verdad? Es incapaz de lidiar con la falta que le abruma desde que fuera abandonado y no puede reconciliarse con su propia niñez, es decir, con su pasado y el lugar que ocupó en él. No quiere saber nada de su falta, y allí donde se le impone, pues su recuerdo no cesa de presentarse una y otra vez, él no quiere saber nada de ello. Inmerso en su deseo de recuperar a sus padres e incapaz de salir de él, por más que ello resulte prácticamente imposible, nuestro Papa no puede pasar página. Es incapaz de aceptar que fue abandonado, al contrario que la Hermana María, la monja que se hizo cargo de él y lo crió como a un hijo.

Así nos damos cuenta de que ese “Papa joven” del título de la serie, en realidad, puede hacer referencia a otro Papa joven, un “Papa niño”. De algún modo, “The Young Pope” nos propone “Papa niño” que todo lo quiere y que aún no ha aceptado los sinsabores de la existencia.

Pero ¿quién mejor que el Papa debería, teóricamente, poder comprender los sinsabores de la vida? ¿Acaso no es ésa una de las alturas que se le presuponen y se le esperan a uno de los representantes de Dios en la tierra? ¿Cómo no va a poder lidiar con el dolor el vicario de Cristo?

El Papa es el destinatario legítimo imprescindible para los menos afortunados, los que han sufrido las mayores pérdidas, las mayores tragedias, los más vulnerables, etc. ¿Quién, si no la Iglesia, debe sin falta estar frente a aquellos que más la necesitan? ¿Y qué mejor rostro que el del Papa para reflejar esta compasión?

Nuestro hipotético Papa “niño” no puede escuchar a esos fieles pues, en realidad, no quiere saber nada de su dolor, ante cuya presencia no hace más que resonar el suyo propio como una asignatura suspensa en lo más hondo de su corazón. Y en su empeño por negarla, en lugar de mirar a los fieles a sus ojos y decir:

Papa: ¿De qué nos hemos olvidado? Nos hemos olvidado de ustedes… Lo que el Papa dice es: Papa: ¿De qué nos hemos olvidado? ¡Nos hemos olvidado de Dios!



NOTAS

[1Pío XII (en latín, Pius PP. XII), de nombre secular Eugenio María Giuseppe Giovanni Pacelli (Roma, Italia, 2 de marzo de 1876-Castel Gandolfo, Italia, 9 de octubre de 1958), fue elegido papa número 260, cabeza visible de la Iglesia católica, y soberano de la Ciudad del Vaticano desde el 2 de marzo de 1939 hasta su muerte en 1958. El papa Benedicto XVI lo declaró venerable el 19 de diciembre de 2009.
Antes de su elección al papado, Pacelli se desenvolvió como secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, nuncio papal y cardenal secretario de Estado, desde donde pudo alcanzar la conclusión de varios concordatos internacionales con estados europeos y americanos, entre los que destacó el Reichskonkordat con la Alemania Nazi, firmado en 1933 y aún en parte vigente. Su liderazgo al frente de la Iglesia católica durante la Segunda Guerra Mundial sigue siendo motivo de análisis y controversia, principalmente en lo que respecta a la intensidad de su reacción frente a los crímenes del régimen nazi en Europa.