Entre las maravillas que nos brinda el cine, encontramos la posibilidad de saber del mundo desde la siempre relativa comodidad de una butaca. Ya advertía Alain Badiou [1], la ignorancia sobre aquello que -sin la pantalla grande- desconoceríamos.
No es necesario tener que viajar a otro país sin un pasaporte que nos acredite como ciudadanos legales para enterarse de las vicisitudes que una persona, fuera de esa condición, podría padecer.
La historia de Okwe es la historia de un médico nigeriano que permanece indocumentado en Londres. Un buen hombre que sobrevive en medio de aquello que -el cine repetidas veces nos muestra-, las grandes ciudades tienen para ofrecer a los inmigrantes ilegales: hostilidad.
Sin embargo, su condición de ilegal no hace más que contrastar constantemente con la honestidad de una conducta impoluta en medio de un ambiente cargado de desprolijidades y empeñado en torcerlo hacia la turbiedad de los manejos delictivos que, irónicamente, muchos de los ciudadanos legales parecen frecuentar.
No son pocas las veces que Okwe rechaza cada uno de los ofrecimientos de su jefe, el Sr. Juan, quien mediante mecanismos extorsivos intenta involucrarlo en el sucio negocio del tráfico de órganos.
La propuesta al médico es tan sencilla como brutal: extraer el riñón a aquellas personas desesperadas por obtener un documento que les confiera existencia e identidad a cambio de una suma tentadora. La respuesta es tan íntegra como inquebrantable: un paredón de negativas.
Pero aparece un giro en la historia que cambia esa posición: al advertir, Okwe, que esta vez es su querida amiga Senay -una joven turca que también vive en condición de ilegal- quien solicita la operación, decide quebrar su hasta entonces inapelable negativa y acceder a realizar la cirugía para asegurarse de no dejarla en manos de algún médico improvisado y negligente.
No obstante, para sorpresa del espectador -y sobre todo del Sr. Juan-, el film nos muestra inmediatamente un segundo giro: el cuerpo del delito no será el de Senay sino el de un engañado Sr. Juan, quien al regreso de los efectos de una anestesia inadvertida, se encontrará con una herida que no sólo hablará de la falta de su riñón sino también de una inscripción inesperada del horror.
Es así como en medio de la prolijidad de un cuarto esterilizado, Okwe incurre en un delito que, tal vez por cometerse sobre el cuerpo de un personaje que se cree impune, no deja de sonar al espectador con ciertas notas de justicia. De todas maneras, con esta acción, Okwe cae necesariamente en una zona de transgresión y falta de la cual su irreprochable conducta estuvo hasta ese momento exenta.
Y no es sino esa misma acción la que abre la posibilidad de una lectura simbólica que, lejos de justificar el delito, intenta ir más allá de un juicio de valor sobre la conducta del médico.
Que Okwe realice la cirugía a su jefe, no es en modo alguno una decisión ingenua. El Sr. Juan, plenamente identificado con una ley absoluta que lo torna inmune a cualquier interpelación, puede concebir al cuerpo de una persona como ganado en una carnicería o arrojar un corazón humano por el inodoro de un baño, sin experimentar el mínimo remordimiento.
Con su intervención, Okwe, introduce una doble operación: por un lado, la efectuada directamente sobre la carne del Sr. Juan y por el otro, la orientada a tocar algo del orden de lo simbólico: con ella evidencia que aquella ley con la que el Sr. Juan está fuertemente identificado, ha dejado de ser tan absoluta. Un personaje que se presenta tan poderoso como intocable (la ley misma), es alcanzado por otra barradura…
Pero, la ley que lo barró es muy distinta de la que él se sirve: nada tiene que ver con la mutilación y el abandono que implica un completo desamparo posquirúrgico de quienes confiaron su cuerpo por un pasaporte. Se trata de otra ley que, al menos, se preocupa por esterilizar el lugar donde la operación se realiza, pero sobre todo por el empeño en cerrar aquello que fue abierto.
En otros términos, la operación simbólica de Okwe sobre el Sr. Juan no hace más que dejar traslucir que allí donde se veía una ley absoluta sólo había un hombre corrupto, que no deja de contrastar con el respeto de un médico sobre el cuerpo de cualquier persona.
La escena de la cirugía confirma aquello que es evidente a lo largo de todo el film: El Sr. Juan y Okwe se encuentran cada uno en las antípodas del otro. Pero ¿Por qué el médico termina por diferenciarse del corrupto, justamente, incurriendo en un delito? Por que a pesar de quedar atrapado en la esfera de la falta, Okwe, pudiendo abandonar al Sr. Juan luego de obtener su riñón, nunca jugó el juego de su jefe y decidió concluir la intervención como cualquier médico lo hubiera hecho con cualquier paciente: cerrando la herida.
Así, con la elección de abrir y luego suturar, Okwe comienza sin saberlo a cerrar sus propias heridas, que -con la decisión anticipada del retorno a su hogar- terminarán de cicatrizar en el momento del reencuentro con su hija largamente añorada.
NOTAS
[1] Badiou, Alain. En: Pensar el cine 1. Yoel, Gerardo (Comp.). Bs.As., Manantial, 2004
Película:Negocios entrañables
Titulo Original:Dirty Pretty Things
Director: Stephen Frears
Año: 2002
Pais: Reino Unido
PDF: Dirty Pretty Things