La creación de Alejandro Doria lleva un título sugestivo. Desde el psicoanálisis podríamos comenzar a cuestionar qué es lo que cura. Sin pretender hacer aquí una epistemología freudiana; deberíamos por comenzar recordando que S. Freud acredita, entre sus primeros artículos, uno cuyo título también es sugestivo: “Tratamiento psíquico (tratamiento del alma)”.
El padre del estructuralismo antropológico, Claude Lèvi Strauss, tiene un capítulo por demás interesante dentro de sus Estructuras Elementales del Parentesco que también merece el mismo adjetivo: La Cura Shamanística. Y hablando de sugestión, nobleza obliga: ¿qué hace que un tratamiento psicoanalítico tenga “similitudes” con el dispositivo trivial de un shamán, el artificio cuasi astrológico de una curandera de barrio o esto otro que el Padre Mario ha auto denominado como “una brujería pícara”? Conste que acabo de colocar entrecomillada la palabra similitudes: en realidad lo que podríamos preguntarnos es qué elimina estas comillas en todos los casos. La cuestión es que si bien, como dice en el film un cierto obispo, a la Iglesia no le conviene que los milagros aparezcan por doquier y en manos diversas, el hecho es que los “milagros” parecen incomodar a ciertos niveles no sólo eclesiásticos sino también científicos.
Padre Mario: un cura-freudiano, un cínico –ya que rechaza todo convencionalismo-, un virtuoso, un re-negador del discurso capitalista, casi un hereje. Algunos puntos interesantes quedan planteados en el discurrir del guión: ¿qué autoriza una cura?, ¿quién puede ejercerla?, ¿el “artilugio” de un título universitario –al decir del Padre Mario, “un simple papel”- es menester a priori para transferir saber a un Otro, portador también del poder de curación? Y, finalmente: ¿cuáles son las discusiones éticas y científicas que la Medicina debe considerar para con el planteo de curación? ¿Un fármaco, por ejemplo, cura por sí mismo sin la intervención del cuerpo del Otro? Padre Mario: alguien que ha hecho de un fetiche, fe. De la fe, remedio. Del remedio, bienestar. Podríamos preguntarnos si la fe no entraría dentro de la cadena discursiva de los famosos gadgets: la a-patencia a comer, generalmente mierda, que todo pequeño burgués engulle hasta atragantarse de consumo: celulares, internet, notebooks y otras yerbas son prototipo de esta particularidad otrora bautizada como “la onda yuppie” y hoy al alcance de cualquier hijo-de-vecino de clase media que concurre a la escuela primaria muñido de su respectivo celular cual apéndice ortopédico de su cuerpo. La cuestión es taponar la falta. Negar a ultranza que la muerte, aún en pequeñas dosis y metaforizada por las ausencias más variadas, existe y es solidaria a toda castración bien entendida.
“Las manos” plantea una lectura ética. Y nos recuerda que siempre es posible postergar un poquito ese devenir mortal, ese Amo Absoluto que desconoce si su portador tiene una cuenta en Suiza o va a trabajar en bicicleta. La película no sólo tiene un planteo epistemológico sino también fuertemente irónico. Nos pregunta minuto a minuto qué es lo que realmente hace que una enfermedad pueda menguar o finalizar cuando la intervención del prójimo opera, cuando la fe del otro es lo que vale, y no tanto la propia.
En una de las escenas una madre lleva desesperada a su bebé ante la presencia del cura. Rápidamente uno podría inferir: un bebé no puede transferir saber; es cierto. Pero quien sí puede es el portador de esa desesperación: su madre. Y basta que su madre tenga fe para que dé un lugar a ese bebé que la medicina había de-negado. El lugar que el neurótico quiere ocupar minuto tras minuto es un lugar de fe, de creencia. Millones de histéricas y de obsesivos piden este aval. El lugar de un sujeto es un lugar de credibilidad, de aval del Otro. Sin el Otro no hay Sujeto. Sin la palabra del otro; del semejante.
Como sabemos, desde que Freud abandona el método catártico, la “nueva neurosis” es la transferencia: por eso es un pleonasmo denominarla neurosis-de-transferencia. J. Lacan nos ha dicho, vía Platón –vía El Banquete-, que eso que el Maestro ha bautizado como Cura por la Palabra es, en realidad, el lugar que todo neurótico que se precie pide a gritos a un Otro que nunca lo termina de dar: amor. No tiene el mínimo empacho en decir que la transferencia es eso: amor a un saber. A un a-galmático saber que el otro guarda, como Sócrates virtuoso, y por el cual el analizante no sólo paga sino que trabaja, hablando. Y, mientras tanto, se cura. Eso sí (y esto para algunos espíritus reduccionistas) digamos que el analista no es un cura: bien lo ha dicho Freud cuando sentencia que en la confesión el sujeto dice lo que sabe, mientras que en el análisis dice más de lo que sabe; y esto porque el analista escucha lo que ningún obispo podría escuchar. Sin embargo, ese ágalma, ese brillo secreto, existe en ambos y enlaza -vía pulsional- toda creencia, toda fe. Por eso ahí lo tenemos al Padre Mario que nos recuerda que la fe empieza en el Otro; que es el Otro el lugar del “primer significante”; porque –como queda bien expuesto en el film- el verdadero creyente es él: y eso acuña poder suficiente para comenzar a exorcizar al mismísimo diablo.
NOTAS
Película:Las manos
Titulo Original:Las manos
Director: Alejandro Doria
Año: 2006
Pais: Argentina - Italia
PDF: Las manos
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