A Claudia Nayar y Alejandro Ariel
Steven Spielberg contó con todos los recursos para la realización de I.A. Una vasta y reconocida experiencia en la filmografía de ciencia ficción, a lo largo de la cual recreó de manera verosímil tanto a temibles monstruos prehistóricos como a entrañables extraterrestres. El dinero grande de Hollywood, que avala todas sus superproducciones y que le permite acceder sin límites a los más sofisticados efectos especiales.
Además, el momento histórico. No se trata de los años 70 y 80, conocidos como “el invierno de la inteligencia artificial”, en el que cayeron los proyectos de investigación y quebraron varias empresas. Hoy, las aplicaciones de la IA –los llamados sistemas expertos- forman parte de la vida cotidiana. Desde cajeros automáticos hasta complejos sistemas de algoritmos, los avances de la IA son incorporados a los más variados productos con un optimismo sin precedentes. Como lo expresa Gary Layton, un ejecutivo de la empresa tecnológica Computer Associates, en la promoción de su software de negocios InterBiz: “una vez que uno pone a trabajar la aplicación en su entorno, funciona como un chico: aprende todo lo necesario sobre el negocio”.
En síntesis, se conjugaban todos los elementos para que el film nos hiciera creíble la idea de un autómata inteligente. Sin embargo, la producción de Spielberg puede ser leída como un manifiesto de la impotencia científica. Puesto ante la empresa de convencernos del prodigio de la inteligencia artificial, Spielberg opta por relatarnos una entrañable historia infantil de fines del siglo XIX. Seguramente mucho tiene que ver la elección con el proyecto inicial, que pertenece a Stanley Kubrick, basado en la novela de Brian Aldiss, Supertoys Last All Summer Long.
Pero lo cierto es que I.A. es Pinocho, el célebre cuento de Collodi, maravillosamente ambientado miles y miles de años después.
La historia es conocida por todos. Para mitigar su soledad, el viejo Gepetto recibe un leño mágico con el que construye un muñeco parlante. Un madero con destrezas elementales que lo acompañe en la vida. Pero Pinocho resulta desobediente y mentiroso, complicando la vida del viejo Gepetto que se la pasa regañándolo.
También el profesor Hobby, a su manera, está solo. Pero él no es carpintero sino ingeniero electrónico y entonces su invento será un chip parlante, un niño robot Mecha destinado a sustraer de la tristeza a un matrimonio que ha perdido a un hijo. Es así que, en una transparente analogía, David deviene el Pinocho del film.
Pero el hermanito de David despierta súbitamente del coma irreversible en el que estaba sumido. Y el film deja entrever que los celos ante la aparición de David no son ajenos a su reacción. Como lo anticipara Lacan con San Agustín, la reacción especular de un niño frente a la imagen del semejante puede adquirir una virulencia no siempre comprensible para los padres.
Desbordados por la situación, como Gepetto frente a su travieso muñeco, los padres de David deciden deshacerse del robot. En la ficción de Kubrick-Spielberg, el grillo –la conciencia moral de Pinocho- será Toddy, el superjuguete que acompaña a David a lo largo de sus desventuras.
Hasta que, como se sabe, en la historia de Collodi ocurre algo maravillosamente inesperado. Pinocho se entera que a Gepetto se lo ha tragado una ballena. Y entonces se lanza a la empresa de rescatar a su padre. Lo busca incansablemente hasta que lo encuentra en el vientre mismo del animal. Gepetto se emociona, pero ha pasado dos años sobreviviendo en las entrañas de la ballena, dos años que parecieron dos siglos. Tan larga fue su espera que ya ha perdido toda esperanza de supervivencia. Pero cuando a su padre ya lo abandonaron las fuerzas, cuando está resignado a esperar el fin para ambos, es Pinocho quién decide buscar la salida.
Conduce a Geppetto a través del interior de la ballena hasta lograr escapar de sus fauces y arrojarse a la incertidumbre de las aguas. Y nada desaforadamente con su padre a cuestas a través del mar calmo. Pero la costa no aparece en el horizonte. Y una vez más, Gepetto se desalienta. Y nuevamente Pinocho inventa una playa inexistente para animarlo. Como lo hace Guido con su hijo Giosué en “La vida es bella”, Pinocho creará una ficción para sustraer a su padre del horror. Y así lo salvará de la muerte. [1]
Alejandro Ariel ha enseñado que esta vez Pinocho no acude a la cita por obligación. Lo hace para salvar al padre, más allá de los mandatos que éste le ha impuesto. Por eso ilustra ese momento maravilloso en que un niño deja de ser hablado por sus padres para comenzar a escribir su propio guión en la vida. [2]
Exhausto luego del salvataje, se acuesta a dormir y cuando se despierta ha dejador de ser un muñeco. Pinocho es ahora un niño.
Si Gepetto permaneció dos largos años en el vientre de la ballena, David pasará dos mil años en el fondo del mar. Y lo hará junto al mechón de cabello de su madre, amorosamente guardado en el bolsillo de su mascota Toddy. El recuerdo materno será el aliento de su espera. Dos mil años en las fauces de un habitáculo submarino, en las entrañas mismas del mar, son también para él tiempo suficiente.
David decidirá entonces salvar a su madre. Y como Pinocho, no lo hace porque es su obligación hacerlo o porque fue programado para ello. Lo hace por amor. La analogía futurista encuentra un artificio convincente, cuyo sortilegio no adelantaremos aquí.
Digamos, si, que la pretendida inteligencia artificial encuentra por fin su límite. La ciencia no puede formalizar lo sustancial de la condición humana. Así como un niño no deviene tal sino a partir de un movimiento en el que se sustrae del mandato paterno, aun el algoritmo más sofisticado será siempre insuficiente.
Muchos espectadores se desilusionaron con el film. Algunos, porque esperaban ver triunfante a la ciencia del porvenir. Otros, alegando que su final era irremediablemente triste. Para los primeros, no hay remedio. Los segundos, seguramente han olvidado, en los pasillos de la memoria, el desenlace de la fábula. A unos y a otros les recomendamos releer el Pinocho de Collodi. Entenderán entonces cómo se despertará David luego de la noche de ese único día en compañía de su madre. Se recreará entonces el sortilegio y, retrospectivamente, el final será promisorio.
Mucho se ha bastardeado la relación entre Stanley Kubrick y Steven Spielberg. Pero lo cierto es que cuando ante la inminencia de la muerte, Kubrick legó a Spielberg el proyecto de IA, hizo su propia elección.
No recurrió a la vana tecnología. No hizo congelar su cuerpo para revivir en algún macabro experimento futurista. Apeló a su story-board y a las novecientas páginas que pacientemente fue entregando a Spielberg.
¿Reconocería Kubrick al producto como suyo? La pregunta de los críticos es francamente ociosa. Por supuesto que sí. En todo caso, tanto como un padre puede reconocerse, con las naturales semejanzas y diferencias, en un hijo largamente anhelado.
NOTAS
[1] Ver al respecto el artículo de Carlos Gutiérrez “Había una vez un intérprete del desastre”, en Ética y Cine, Eudeba/JVE, 2001.
[2] Alejandro Ariel “La responsabilidad de ser padre”, clase dictada en la Facultad de Psicología, UBA, II cuatrimestre de 2000.
Película:Inteligencia artificial
Titulo Original:Artificial Intelligence
Director: Steven Spielberg\
Año: 2001
Pais: Estados Unidos
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