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Hated in the Nation | Black Mirror | Temporada 3 | Episodio 6

por Comisión 13, Piasek, Sebastián

El sexto episodio de la tercera temporada de Black Mirror, traducido al castellano como “Odio Nacional”, nos confronta desde su inicio con los efectos que el avance por momentos temerario de la ciencia puede presentar en el entramado social. En un mundo ligeramente distópico, las abejas se han extinguido y la ciencia ha encontrado el modo de suplir sus funciones en el ecosistema. Pero lo más interesante del argumento es el modo en que logra mostrarnos cómo, así como muchas innovaciones tecnológicas pueden ser esencialmente viables y positivas para el desarrollo humano, el espíritu mismo de la ciencia y su pretensión de capturarlo todo, bajo las leyes que la rigen, pueden tranquilamente encontrarse en la práctica con un punto de falla.

El ilustrador Maurits Escher parece captar este dilema a la perfección en el cuadro “Profundidad”, en el que juega con la perspectiva y el contraste para ilustrar una serie infinita de seres que simulan una extraña mixtura de pez y engranaje volador. Podríamos pensar que, en el cruce de las abejas de Black Mirror con los peces voladores de Escher, algo del orden de lo incapturable reside en la imposibilidad de ubicar todo en escena: por un lado, la sensación de infinito que transmite la obra del artista puede fácilmente asociarse a la misión, mínimamente titánica, que implicaría dominar en todo momento a una multitud de abejas programadas científicamente para reproducirse automáticamente. Por otro, las características bélicas de los seres voladores del artista holandés nos llevan a poner en cuestión el intento, acaso algo inocente, de recrear una lógica natural extinta con drones diminutos sin antes dimensionar los contratiempos que puede implicar la intervención forzada del ser humano.

Nos encontramos entonces con un plus; en el pasaje de lo natural a lo tecnológico se sucede algo que excede los planes originales: la injerencia del sujeto en el proceso que se busca suplir presenta puntos de inconsistencia que complejizan el escenario. Acaso la culpa que la detective Parke exhibe en la primera escena del capítulo –en una suerte de flash-forward en el que se la puede observar prestando testimonio ante el Tribunal–da cuenta de los efectos que provoca en ella este mismo exceso: mientras perdía tiempo sancionando erróneamente la responsabilidad jurídica por aquel primer homicidio en los espacios comunes que presenta el modus operandi policíaco (durante cuyo tiempo, y a pesar de las varias alertas de su asistente, afirmaba que el esposo de la periodista debía ser el asesino, aduciendo incluso que los insultos en Internet sólo implican “hablar por hablar”), era en cambio la postura de su asistente y compañera de equipo, que sostiene desde un principio que “estas cosas [los teléfonos celulares] absorben todo lo que somos”, la que podría haber indicado el norte en pos de evitar a tiempo una matanza generalizada.

Partiendo de aquel intersticio entre la lógica de la ciencia y la del sujeto, “Odio Nacional” nos permite entonces conjeturar una hipótesis sobre la responsabilidad: donde el instinto natural de las abejas deja su lugar, en la suplencia forzada por medio de abejas tecnológicas, a la pulsión de muerte que es intrínseca al sujeto, comienzan a vehiculizarse en escena objetivos sociopolíticos ligados al control de la sociedad: las abejas-dron existen gracias al financiamiento del Estado, que ha decidido utilizarlas para espiar de forma secreta a todos sus habitantes y que ha omitido, dentro de la dimensión de lo potencial, la mera posibilidad de que este engranaje pudiera verse infiltrado y dirigido contra sus mismas narices.

En ese entrecruzamiento de objetivos diversos, en el que resulta inevitable no admitir una nueva relación entre las abejas computarizadas y los seres voladores de Escher –que parecen captar absolutamente todo a través de sus enormes ojos– es Garret Scholes quien decide servirse de esta plataforma tecnológica para transmitir un mensaje tan mortífero como contundente: las acciones de cada sujeto siempre acarrean consecuencias. No sólo deberán asumirlas quienes lleven a cabo acciones socialmente condenables, como la periodista, el rapero o la joven que se burla de los veteranos de guerra, sino también y principalmente los ciudadanos que deseen públicamente la muerte de aquellos.

En este contexto, el significante #deathto aparece por un lado como soporte de una posición sumamente perversa por parte de Scholes: para asumir el rol de justiciero ante la desidia que observa en el manejo de las redes sociales por parte de la sociedad toda, decide servirse de la red de abejas-dron y así ocupa, durante todo el transcurso del “Juego de las consecuencias”, el lugar de la ley. Una ley que, porque pretende legislar sobre todos los participantes de modo universal, carece de la mediación simbólica que podría acaso permitir, en todos o algunos de ellos, el despliegue de una posición distinta que pudiera hacer lugar a la emergencia de una cuota de responsabilidad por los actos cometidos.

Por otro lado, el “hashtag” parece a su vez coagular los efectos de la técnica en los modos de comunicación de los seres humanos: los avances tecnológicos en materia comunicacional permiten y facilitan que no una sino cientos o miles de personas se habiliten a desear de forma gratuita la muerte a otra persona. Podríamos hipotetizar que ninguna de las personas que utilizaron el #deathto habría comunicado de la misma forma su deseo ante, por ejemplo, un tribunal dispuesto especialmente para juzgar la culpabilidad de uno u otro a nivel jurídico. Pero ¿No es ese acaso el punto de inconsistencia que busca mostrarnos el creador de la serie, en lo que respecta a la utilización que la sociedad hace de las pantallas en la actualidad? En cualquier caso, la distancia determinada por la misma fenomenología de la comunicación digital, entre quienes publican el #deathto y sus condenados a muerte, no debería impedirnos una hipótesis sobre la responsabilidad subjetiva respecto de esa misma afirmación.



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