Walter Kowalski es un viejo solitario y gruñón que se resiste a abandonar el suburbio de Detroit en el que siempre ha vivido, a pesar de su reciente viudez y de la propuesta de su hijo de mudarlo a una residencia para personas mayores en Miami.
En verdad Walt ha elegido pasar sus días fumando y tomando cervezas en el porche de su casa, mientras maldice, con rostro desencajado, la nueva fisonomía de su antiguo barrio repoblado por inmigrantes de costumbres tan incomprensibles como despreciadas. Su furia se dirige particularmente a los llegados del sudeste asiático, de origen hmong, que al multiplicarse y expandirse han invertido los papeles originales y lo han dejado prácticamente como el extranjero. [1]
En su casa, como si fuera la última frontera de un territorio a punto de perderse, sobre el telón de fondo de una bandera americana que no deja de flamear, vamos conociendo a un veterano de la guerra de Corea que parece no haber salido nunca de allí, tan conservador en sus costumbres cotidianas como racista y xenófobo en sus actitudes y pensamientos.
Pero algo irá ocurriendo.
El intento de robo de su auto [2] –como rito iniciático de su joven vecino para entrar a una pandilla– y una pelea en apariencia menor que tiene al mismo muchacho como protagonista, inicia una sucesión de acontecimientos que van creciendo en gravedad y violencia. De su intención inicial, sacar de su césped a “esos malditos salvajes, a esas ratas amarillas”, nos encaminamos hacia una profunda transformación del personaje protagónico, que –sin proponérselo– irá poniendo en crisis cada una de sus anteriores certezas.
El filme es sencillo y lineal en su construcción formal, una pieza representativa del clasicismo de Eastwood, que cuenta su historia sin demasiados adornos ni concesiones estéticas. Esa aparente sencillez encubre, sin embargo, una variada gama de ejes de interés para nuestra lectura. Nos proponemos abrir tan sólo algunas de esas líneas posibles.
La primera, la más evidente, describe la transformación de la mirada de Kowalski respecto a sus vecinos. De ese estadio inicial en el que el otro es sencillamente el enemigo despreciado, la evocación de los rostros que enfrentó en Corea, Walt va descubriendo que puede habitar lo diferente y lo rechazado, que la aparente oposición con el otro puede deshacerse si se permite otorgar un nuevo valor a esas costumbres inicialmente misteriosas e inexploradas. [3]
Sue, la hermana más “americana” del joven que intentó robarle el Gran Torino, será la encargada de explicarle por qué no debe mirar a los hmong a los ojos ni tocar la cabeza de sus niños –ya que allí se aloja el alma–, o de contarle que si ríen cuando se les grita es porque se sienten avergonzados, reconociéndose en falta. Le ofrecerá manjares desconocidos, y tras los chistes más obvios sobre si comen gatos o perros, o la justificación inicial de preferir “eso” a la ternera seca con que suele alimentarse, accederá a una región en la que dominan plenamente los sentidos (los sabores, los colores, los olores), y se desarman los prejuicios que monta fatalmente el pensamiento.
Tras asistir a la ceremonia de Evocación de los Espíritus, Walt se reconocerá, perplejo, en la descripción que de él hará el chamán de la comunidad hmong, quien develará las verdades silenciadas que el protagonista ha preferido desconocer durante tantos años.
A partir de esa escena el giro se hace más pronunciado, crece la posibilidad de pensarse a sí mismo en tanto la mirada inapelable sobre el diferente se torna interrogativa. Un instante después, atónito frente al espejo, admitirá que tiene “más en común con estos amarillos que con (su) maldita familia”.
La relación con los jóvenes va profundizándose de tal modo que, sin haberlo esperado y sorprendiendo a nuestro personaje, Kowalski se erigirá en la figura paterna ausente de la familia vecina que, al convocarlo, recíprocamente lo adoptará y lo integrará. El punto de partida es una mutua falta, ya que también Walt está solo: nunca ha logrado mantener una relación verdadera con sus hijos y sus nietos, quienes mediocres y ajenos, lo desprecian tanto como él los rechaza.
Al mismo tiempo, como en un escenario paralelo, se hace visible una sensación que atraviesa todo el filme sin nombrarse, en tanto los hmong no hablan del pasado ni dicen de los hombres y los padres muertos en Vietnam, de los efectos de esa tragedia en las generaciones que han llegado huérfanas al exilio. Los otros fantasmas son los muertos de Walt, las marcas atroces que la guerra ha dejado en el héroe.
El Gran Torino –metáfora del legado paterno– se convertirá en el objeto que donará a su vecino Thao, como evidencia del lugar que se ha ido conquistando y desarrollando a lo largo de esta historia. El auto enlazará al muchacho con quien ha comenzado a oficiar de padre.
El mismo valor adquirirá la medalla que Kowalski recibió por su actuación en Corea, que también cederá a Thao, así como la decisión de encerrar al joven en su sótano antes del desenlace, queriendo preservarlo de pasar por la dolorosa experiencia con la que el propio Walt ha cargado toda su vida: la de haber matado.
Una segunda veta, no del todo ajena a la anterior, se centra en las conversaciones sobre la vida y la muerte que sostienen Kowalski y el cura irlandés a quien Dorothy, la esposa recientemente fallecida, ha encomendado la tarea de ser su confesor.
La figura del padre Janovich entra y sale de escena y de la vida de Walt repetidamente, alimentando una relación que va creciendo hasta su punto más elevado cuando la ficción concluye, y el sacerdote reconoce su propia transformación como fruto de ese encuentro.
La resistencia inicial –la que sitúa a Kowalski como alguien que humilla a un cura al que nada tiene que confesarle–, va dejando lugar a una nueva afinidad, aquella que decide a Walt a hacer algo con lo que tanto le ha pesado durante años. Él mismo lo anticipa: la mayor carga que conserva un hombre no es lo que pudo verse obligado a hacer respondiendo órdenes en la guerra. Su mayor carga, la que Kowalski empieza a vivir como intolerable, es la que ha sido soportada en su propia decisión.
A esta altura es interesante hacer notar, al detenernos en las distintas visiones religiosas presentes en el filme, los elementos comunes que emergen de lo aparentemente diverso. Observamos, inicialmente, que no hay mucha distancia entre lo que el chamán hmong y el sacerdote buscan convocar. Asimismo se hace visible que lo que ambos interrogan y propician como interpelación en Walt, no parece referirse exclusivamente a los contenidos particulares de una u otra religión, sino que funcionan plenamente como llamado al sujeto.
Un tercer eje, de inesperada actualidad, nos acerca al final de la película.
En tiempos en los que en Buenos Aires se elevan voces diciendo que "quien mata debe morir", el movimiento final del protagonista –que no develaremos aquí– introduce una invención que rompe la circularidad y el automatismo de la venganza. [4]
Allí donde sólo parece esperarse una escalada de violencia sin fin y sin sentido, donde todo llama a repetirse infinitamente, Kowalski inventa una manera de dar salida al conflicto interrumpiendo el continuo retaliatorio, y convocando la ley social como elemento tercero que rompe la pura repetición especular. Su decisión se opone a la certeza de la venganza como única salida.
Walt toma una decisión. La noche previa al acto definitivo, tras desatar su furia y su impotencia y mientras madura sus pasos, su primera, su única lágrima, es ofrecida al espectador como un tributo en una de las escenas más intimistas del filme
Tras el acto del protagonista, tras su sacrificio y su redención, el director transforma la respuesta que tiempo atrás había dado a la pregunta acerca de qué es ser un héroe, conmoviendo también las certezas de algunos de sus personajes más emblemáticos de otros tiempos.
“Gran Torino” ha sido rodada en algo más de 30 días, aprovechando una demora no prevista en la filmación del nuevo proyecto de Clint Eastwood, “The human factor”, sobre la vida de Nelson Mandela. Fue realizada al finalizar “Changeling”, y estrenada sólo unos meses después, contando con un presupuesto y un tiempo de rodaje ostensiblemente menores.
Los críticos han visto en “Gran Torino” la despedida de Clint Eastwood de la pantalla, su retiro definitivo de la actuación. Es cierto que ya antes el propio actor lo había anunciado –tras “Million Dollar Baby– pero alguna razón, tal vez la aparición del personaje de Kowalski, lo hizo desistir de su intención original: el maestro parece haber decidido despedirse de la actuación vistiendo esa piel.
El guión, que no ha estado inspirado en su persona, transparenta un movimiento en el que el actor y el personaje se mezclan con el Clint Eastwood de carne y hueso, en una suerte de declaración sobre su cine y su figura, como el legado que ha decidido transmitir al acercarse al final del recorrido.
Amante de la música, el realizador traza aún la última pincelada con su propia voz, seca y envejecida, entonando la canción que cierra el filme. La vamos escuchando, como su despedida, cuando Thao ya se ha alejado a bordo del Gran Torino y, lentamente, comienzan a encenderse las luces de la sala.
NOTAS
[1] El filme nos cuenta que los hmong provienen de Laos, Tailandia y China, que han sido aliados de los norteamericanos en Vietnam, y que han debido exiliarse en los EEUU tras su derrota en esa guerra. El diálogo en el que son presentados es sumamente interesante, entre otras razones, porque permite verificar casi instantáneamente la naturaleza de los prejuicios del protagonista, sustentados en el más pleno desconocimiento sobre quiénes son los hmong.
[2] Un Gran Torino 1972 cuya dirección él mismo montó durante sus años de trabajo en la Ford y que es, junto al rifle M– 1 que lo acompañó en Corea, su posesión más preciada. Uno de los pocos placeres de Walt es sacar brillo a su Gran Torino, conservado habitualmente bajo una lona en su garaje. De vez en cuando, desafiante, lo destapa y lo exhibe en el frente de su casa, mirándolo embelesado mientras fuma, toma cerveza y “conversa” con su perra Daisy
[3] Vale la pena prestar atención a las diferentes formas que inicialmente adopta, en la película, la relación con el otro: Kowalski no es el mismo cuando se dirige a su peluquero italiano o al cura irlandés con tono sarcástico y burlón, que cuando, entre gruñidos y escupitajos, se dedica a sus vecinos orientales o a los pobladores negros del barrio.
[4] El 27 de febrero de 2009 la conductora televisiva Susana Giménez gritó ante las cámaras que “…el que mata tiene que morir…“ El comentario, pronunciado entre lágrimas, fue la respuesta a la muerte en un hecho violento de su colaborador Gustavo Lanzavecchia. Posteriormente llegaron las desmentidas y las aclaraciones, pero sus dichos ya habían desatado el retorno del conocido discurso a favor de la mano dura y la pena de muerte, ahora avalado por distintos referentes mediáticos.
Película:Gran Torino
Titulo Original:Gran Torino
Director: Clint Eastwood
Año: 2008
Pais: Estados Unidos
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