Ver hoy “El rito”, la película de Bergman de 1969, lleva a pensar no sólo en las notables actuaciones y en el genio del director sino en los infiernos anímicos en que llegan a abismarse los espíritus occidentales. En ese tiempo relucía en la escena del mundo que las almas se refregaran unas a otras, sin atenuantes ni esperanzas, los extremos más degradados y sórdidos de sus existencias. Las reflexiones críticas sobre la índole de la humanidad iban a parar, más pronto que tarde, a la idea de que la conciencia está destinada a la decepción y a no encontrar explicaciones o justificaciones suficientes de sí misma. Debía, entonces, reconocerse irrecusablemente culpable y mórbida.
Era época también de propagación de exaltaciones, excentricidades y manierismos, las distintas formas de expresión de las existencias frustradas, como quería la lectura que hacía de las cosas Ludwig Binswanger en los años 50. Cuatro décadas después, el psicólogo Kenneth Gergen encontraba en todas partes personas desmanteladas por la erosión que la cultura contemporánea ejerce sobre cualquier yo, impidiendo que funcione identificado con uno solo. Antes de eso el cine había ofrecido metáforas del desorden de fragmentos en que llega a perderse la vida en filmes como “La noche de los muertos vivientes”, rodada en 1968 por George Romero.
Las cosas habían llegado a un punto en el que los demonios dejaron de venir desde afuera para hacerlo sólo desde adentro, como en “Alien”, la película de Ridley Scott, pero con el monstruo procediendo de ninguna otra galaxia sino de nuestra propia naturaleza, tal es la metáfora. En 1969 Charles Manson asesinaba a Sharon Tate, cuyo marido, Roman Polanski, había filmado el año anterior “El bebé de Rosemary”, no por nada comercializado en España con el título de “La semilla del diablo”. Entre sectas satánicas, posesos apocalípticos y exorcismos en que ya nadie creía, el diablo se multiplicaba. En 1975, en una Argentina a punto de precipitarse en el horror, Leonardo Favio hacía su “Nazareno Cruz y el lobo”, quería todavía cifrar alguna ilusión sobre la tragedia del diablo encarnado, a la vez maligno y doliente como parecía ser definitivamente el ser del hombre.
Los entretenidos tejes y manejes, entre olímpicos y versallescos, que trasuntaba a principios del siglo XX “La rebelión de los ángeles”, de Anatole France, eran luchas de pasiones humanas llevadas a la corte divina. Medio siglo después lo maléfico y retorcido no sólo no es supra-terreno, tampoco da razón de sí, es fatalidad sin fundamento ni motivación que la sostenga. De este modo, la perversidad resulta un dato de comienzo, como en “El exorcista” de Friedkin, que no tiene mejor razón de ser que las soluciones finales híper-modernas iniciadas en los campos nazis y en Hiroshima y Nagasaki, y en el exterminio, llevado a cabo en nuestro país por el terrorismo de Estado entre los años 70 y 80, de todos aquellos que eran, o habían sido antes, sospechados de pensar distinto a lo esperado en las alturas. Sin tanto peligro y en terrenos académicos del hemisferio norte, más cerca del cielo por estar más arriba, Chaïm Perelman, circa 1961, se escandalizaba del descontento y rechazo que logran no las ideas poco o nada razonables, como sería de esperar, sino precisamente las más reflexivas y sensatas.
Los nuevos males no ofrecen justificativos. No asistimos a la llegada de ningún anticristo sino a una especie de inherencia del diablo al hombre producido en la avanzada de la civilización. Su conciencia, entonces, se asume insalvablemente culpable de hacer un mundo que se desmorona en el tuétano de su espíritu, o al revés, un espíritu que se desmorona en el tuétano de su mundo, condenado a la incongruencia con todo ideal o proyecto. El final del milenio encarrila globalmente a las sociedades en el cómputo de todos los procesos y de los cabos sueltos también. Responde en eso a la versión actualizada del imperativo kantiano que Lacan, en 1959, formulaba en lenguaje informático con la expresión “Actúa de tal suerte que tu acción siempre pueda ser programada”.
Para reducir la razón pura a puro cómputo nada como “the computing cloud”, uso integrado en internet de hardware y software que almacena, prevé y maneja cuanto dato se puede escribir sobre la tierra. El portento se ha convertido en organon indispensable de la economía, con la particularidad de que se opera a distancia, haciendo que quede bien llamarlo “nube”, un objeto perceptible pero lejano. Que sea visto así lo hace heredero del que imaginaba Bioy Casares en “La invención de Morel”. Como éste, no muestra la digitación de los hilos, de modo que mientras todo el mundo mira al cielo la mano puede estar en el infierno.
Cuadra con ello una nueva forma de homo politicus. El que se había cultivado en los campos de Maquiavelo y Hobbes, no ajenos del todo al de la fe, sea ésta religiosa o laica, ha refinado su eficacia asentándola sobre la increencia, al tiempo que las ponderaciones morales dejan de alcanzar para torcer ningún recorrido. La increencia, decía Lacan en 1970, es no querer saber nada de la verdad. No se refería a la verdad revelada que enseñan los libros sagrados, por el contrario, la increencia espera todo de la escritura. De allí que se extienda el hablar que contradice sin mosquearse lo que se habló ayer, mientras no esté escrito. Lo hablado es profano porque no se ve, en cambio lo escrito, que sí se ve, parece estar alto en el cielo.
Freud advirtió prontamente que su trabajo no avanzaba por la vía de persuadir a los dioses del cielo, por lo que optó por recurrir a las fuerzas del infierno, como enseña el Flectere si nequeo superos, acheronta movebo, epígrafe de “La interpretación de los sueños”, tomado de Virgilio. Cien años después los analistas hacen legiones, ¿salidas acaso del infierno? Ya no parece. Durante ese tiempo hemos trabajado mucho para que los diablos sean considerados menos amenazantes y elevados de rango, hasta llegar ahora a las alturas donde medio mundo los ve. J.A. Miller últimamente concluyó que la causa real del deseo, según había sido elucidada por el psicoanálisis, finalmente llegó a ocupar un sitial en el cielo, y en su cenit mismo. Mientras otros no vemos allí sino síntomas, él ve otra cosa. Empeñado en la conducción de un barco que lleva multitudes, le son más útiles para orientarse los astros del cielo, que están arriba y a la vista, que las fuerzas del infierno, que están abajo y ocultas.
El nuevo papa sugiere caminar entre los pobres, que son vistos más abajo que arriba. Para dar el ejemplo mantiene en uso sus viejos zapatos negros en vez de adoptar los papales escarpines de raso rojo, más aptos para palacios, que siempre están más arriba que abajo. ¡Cuántas esperanzas despiertan sus gestos!, se escucha en todas partes. Y bien, los gestos, aunque se hagan a ras del suelo, sólo se ven puestos arriba, arriba de otros, es claro. Pastor de ovejas, pescador de almas y capitán de barco, el papa caminará por abajo, que es cosa para ver en lo alto.
¿Qué si el cielo, en vez de arriba, estuviera abajo? Esa fue la propuesta cristiana: realizar la perfección celestial en la tierra, tarea comenzada, como notó Alexandre Kojève, con la encarnación de Dios mismo en el hijo del hombre. Tanto “la nube” como otros logros relumbrantes de la inteligencia, entre los que el psicoanálisis aportó lo suyo, han llevado lejos la idea. No obstante, más baja el cielo a la tierra, más difícil se hace distinguirlo del infierno. Tal vez eso no sea malo ni bueno, tal vez los atributos celestiales sean sólo los que se ven arriba, mientras que los infernales sean sólo los que se ven abajo.
NOTAS
Película:El rito
Titulo Original:Riten
Director: Ingmar Bergman
Año: 1969
Pais: Suecia
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