Poder contar

Transcurren los años sesenta del siglo pasado y el conflicto sirio-israelí se convierte en el escenario donde Eli Cohen, un gris contador, de vida modesta y ordenada, se postula para trabajar como espía del Mossad. [1] Cambiar su identidad, obviamente, es parte del pacto al que se entrega al ser finalmente aceptado por la agencia. Los altos mandos en los Altos del Golán llaman. Él se dispone a responder desde su inquebrantable voluntad. Está dispuesto a(l) todo.

Pasa el tiempo, y la firma de una carta que acaba de escribirle a su esposa tras ser descubierto, atrapado, torturado y condenado a muerte, condensa y signa el tiempo, construido en flashbacks, de su destino. En ese instante se juega, verdaderamente, su existencia. No develará datos ante su enemigo, aun en el más apremiante dolor de la carne. Kamel Amin Thaabeth (tal el nombre asignado al espía) no habla. Pero entonces, ¿Qué se dice en la inscripción de esa firma? ¿Qué se decide en la escritura de ese nombre?

De tanto realizar las cuentas de otros y para otros, se ha convertido en una “cadena de transmisión”: efectivamente, transmitiendo los secretos sirios, es atrapado en “su” departamento. Pero llega ese momento donde de lo que se trata es de contar, retroactivamente, su historia. ¿Qué entrará en su cuenta? ¿Se construirá una historia en la que contar(se)? ¿Quién estará contando esa historia? ¿Se constituirá una historia –propia– a contar?

Quizás sean esos devaneos los que puedan leerse en esta historia. La responsabilidad por un nombre. Por el armado de una historia, por un lugar desde donde, efectivamente, poder contar.

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