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Caballito

por Michel Fariña, Juan Jorge

Todas las guerras son condenables. Todas las guerras son inútiles y absurdas. Pero si hubo una guerra tan cruenta como prescindible, esa fue la Gran Guerra, la Primera Guerra Mundial, que transcurrió entre 1914 y 1918. Tal el escenario elegido por Steven Spielberg para ambientar su alegato antibelicista en el trasfondo de una narración clásica de devoción y lealtad entre un joven y su caballo.

El film muestra el abismo que existe entre la imagen idealizada del militar egresado con honores de la Escuela de Guerra y el destino que le espera en la guerra real. Pero lo interesante es que para sensibilizar verdaderamente al auditorio, la historia se narra no desde la perspectiva humana sino animal. No se trata de la vida y de la muerte de los hombres, sino de los caballos. Del galope libre y desbocado en las praderas de Gales, al desenlace como bestias de tiro arrastrando penosamente las piezas de artillería. Del idilio inicial al azote cruel y la peor de las agonías. De la estampa ecuestre al sacrificio, que termina siendo también el tiro de gracia para toda una generación de europeos.

Pero el film nos muestra una faceta inesperada en medio del horror. La escena resulta especialmente conmovedora: exigido hasta el límite de sus fuerzas, el caballo enloquece y corre desenfrenado en un galope suicida en medio del fuego cruzado entre las trincheras alemana e inglesa. Tomado por la fiebre del tétano, se ciega y en su carrera desbocada termina enredándose en los alambres de las barricadas, con sus púas hiriéndolo de muerte. El final es inminente, desangrándose en esa tierra de nadie, en medio de la noche. Pero cuando los soldados advierten que se trata de una bestia atrapada, inesperadamente un infante inglés sale de su trinchera agitando un pañuelo blanco: propone una tregua para liberar al caballo. Se concede un alto al fuego, pero cuando el soldado llega hasta donde está postrado el animal no puede hacer nada con los gruesos alambres. De la trinchera opuesta llega entonces un soldado alemán con pinzas, y juntos inician la dura tarea de cortar el acero e intentar liberar al caballo de su trampa mortal. En medio de la labor no pueden evitar hablar y lamentarse de las penosas condiciones en que se encuentran ambos bandos, en un elocuente alegato contra la continuidad de ese absurdo enfrentamiento.

Cuando a los pocos días se anuncia el final de la guerra, los espectadores entendemos que el verdadero armisticio se decretó con el salvataje del caballo, acto en el que los soldados recuperaron su humanidad. Atrás quedaron diez millones de muertos, y por delante las secuelas en veinte millones de heridos. No hay tiempo para ocuparse de un caballo malherido y enfermo. Se ordena entonces el sacrificio de la bestia.

Inesperadamente, el film da un viraje y nos coloca en el terreno de la eutanasia. En los espectadores resuena el título de aquel film de Sidney Pollack: ¿Acaso no matan a los caballos?, en el que también el destino de una pareja de jóvenes aventureros se juega en la analogía con el tratamiento que se hace de los animales desahuciados. O en ese brillante artículo de Julio Cabrera Eutanasia poética en el que el destino de Tomas y Teresa, los personajes de La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, proyectan toda su existencia en la decisión del sacrificio de la perrita Karenin.

¿Cuándo es entonces deseable terminar con la vida de alguien? ¿Cuál es la distancia que separa la buena muerte del sacrificio cruel?

Otro film contemporáneo, Agua para Elefantes (Francis Lawrence, 2011) narra la historia de Jacob, un estudiante avanzado de veterinaria en la universidad de Cornell , quien sufre la trágica pérdida de sus padres y debe abandonar sus estudios en el momento en que debe rendir su examen de graduación. Privado de su merecido título universitario y de su única familia, se incorpora a un circo donde es destinado al cuidado de los animales. Como en el film de Pollack, la historia está ambientada en la década del 30, en los años de la Gran Depresión. La crisis económica se extiende, el circo convoca cada vez menos público y despide a sus empleados.

Para ganarse un puesto de trabajo, el joven Jacob se presenta como veterinario, sin imaginar que su primera tarea lo pondría a prueba en una dimensión impensada de su vocación: la ética médica. El caballo que integra el número estrella del circo renguea de su mano derecha. Sin él, la función arriesga decaer definitivamente. Jacob examina al animal y descubre un tumor avanzado: no hay tratamiento posible y el dolor será cada vez más insoportable. Explica la situación al empresario del circo, quien le ordena ocultar la información y seguir con las funciones mientras el animal se mantenga en pie.

Entre la lealtad a su empleador y su responsabilidad profesional, Jacob prefiere sacrificar al animal, aunque sabe que semejante decisión le costará la vida: es mi decisión, yo soy el veterinario. De manera inesperada y fuera de todo cálculo, el joven aprueba sin saberlo la asignatura que le faltaba –la única que nunca le habían enseñado–. Se instala así en acto como médico veterinario de uno de los más grandes circos de la historia de los Estados Unidos.



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