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Breaking Bad y la moral canalla

por Laso, Eduardo, Michel Fariña, Juan Jorge

Walter White, el personaje protagónico de la serie Breaking Bad, es un hombre disciplinado que se desempeña como profesor de química en una escuela media y como empleado de un lavadero de autos. Está casado y tiene un hijo adolescente, que padece una discapacidad física. Su esposa está embarazada y la vida familiar parece transcurrir bajo las formas apacibles de la clase media norteamericana. Hasta que las cosas se alteran cuando recibe la noticia de que está enfermo de cáncer y debe afrontar un costoso tratamiento que no está en condiciones de pagar. Es allí cuando toma inesperado contacto con Jesse Pinkler, un joven dealer de metanfetamina que resulta ser además ex alumno suyo. Habiendo escuchado por boca de su cuñado –un policía de narcóticos– acerca de las enormes y rápidas ganancias que genera el negocio de los estupefacientes, decide comenzar a “cocinar” y comercializar la droga, poniendo en práctica sus conocimientos de química. Para ello se asocia con Jesse como distribuidor y ambos conforman una dupla delictiva, pero a la vez amateur y con un halo de simpatía que inicialmente logra una racha de identificaciones positivas con los espectadores de la serie [1] .

Este sesgo aparece reforzado por ciertos guiños del guión. Ante todo, se nos hace saber que Walter White no siempre fue el gris profesor de secundaria que conocemos. Recién graduado había tenido una idea genial, a partir de la cual construyó una pequeña empresa junto a dos de sus condiscípulos. Pero Walter vendió su parte prematuramente, perdiendo la chance de ser millonario, ya que el emprendimiento se transformó en una poderosa multinacional, quedando él fuera del negocio. De este modo, su nueva ocupación, reprochable desde el punto de vista social, le permite una impensada reivindicación profesional, moral y económica. Por otro lado, la serie deja claro que el sistema privado de salud norteamericano enfrenta a Walter con la dura realidad de que sus ahorros son insuficientes para solventar la quimioterapia, único tratamiento para asegurar la mínima sobrevida. Habiendo trabajado honestamente, llega a los cincuenta años sin poder legarle estudios universitarios a su hijo discapacitado ni mínima tranquilidad económica a su esposa y a su hija por venir.

Y un elemento más: la metanfetamina que fabrica es de una pureza excepcional, gracias a la cuidadosa fórmula que inventa, y él mismo se asegura de que la comercialización respete la calidad del producto, negándose a cualquier tipo de adulteración, incluso cuando ello podría significarle un mayor beneficio económico. En síntesis, la serie nos presenta a un buen hombre, desesperado ante la trágica noticia de una enfermedad terminal, que recurre a un negocio turbio, pero en pos de una causa noble: asegurarse un tratamiento médico y un futuro decente para su familia. ¿Es esto verdaderamente así?

Walter White y el Juicio Final

En su seminario de La Etica del Psicoanálisis, Lacan plantea que “(…) la cuestión de la realización del deseo se formula necesariamente desde una perspectiva de Juicio Final. Intenten preguntarse qué puede querer decir haber realizado su deseo –si no es el haberlo realizado, si se puede decir, al final. Esta intrusión de la muerte sobre la vida da su dinamismo a toda pregunta cuando ella intenta formularse sobre el sujeto de la realización del deseo” [2]. En la clase siguiente le dice a su auditorio que todo el recorrido del seminario de la ética ha sido un experimento mental –como los que hacía Galileo–, que “consistió en tomar lo que llamé la perspectiva del Juicio Final, quiero decir en elegir como patrón de medida de la revisión de la ética a la que nos lleva el psicoanálisis, la relación de la acción con el deseo que la habita” [3]. Y continúa: “Una revisión ética es posible, un juicio ético es posible, que representa esta pregunta con su valor de Juicio Final –¿Ha usted actuado en conformidad con el deseo que lo habita?” [4].

En el cristianismo, el Juicio Final es el último acto del plan de Dios para nosotros sus criaturas: allí todos compareceremos ante él, para que nuestras faltas sean juzgadas. Seremos condenados o salvados. Pero este Juicio Final ubicado luego de la muerte, y de la que pesaría el riesgo de una segunda muerte con la pérdida de la salvación, debe ser invertido. Sacarlo del más allá religioso y ubicarlo en el más acá. El psicoanálisis plantea que el Juicio Final, el pedido de cuentas de Dios con nosotros, ya lo hace el inconsciente en tanto su estatuto es ético (recordemos el postulado ateo de Lacan: “Dios es inconsciente”). El inconsciente es el lugar de inscripción de nuestras faltas con el deseo, y nos lo hace saber a través de su insistente emergencia en sueños, síntomas, actos fallidos, angustias, etc. Es lo que Lacan plantea con el recurso al film de Jules Dassin Nunca en domingo: lo que hacemos se anota en algún lado: en nuestro inconsciente. Y este nos pide que saldemos las cuentas con el deseo allí donde no decidimos y lo rechazamos de la conciencia. No haber arreglado las cuentas con el deseo tiene la consecuencia de una condena a una segunda muerte que es previa a la muerte biológica: la muerte en vida al deseo que nos habita, con la condena al infierno de la inhibición, el síntoma y la angustia.

A Walter White los médicos le informan que tiene un cáncer y que le quedan pocos meses de vida. El anticipo de la muerte lo pone en situación de “Juicio Final”, lo obliga a rendir cuentas con lo que ha hecho con su vida. Resentido por la vida que “le tocó” y pensándose ya como muerto, Walter se enfrenta con todas las cuentas sin saldar con su deseo. El panorama de una vida gris, oscura, habiendo cedido a otros un destino económico que podría haber sido mejor, le lleva a concluir que él está más allá del bien y del mal. Posicionado como ya muerto (es un asunto de meses más o meses menos), se autoriza a llevar a cabo un emprendimiento que le dé dinero rápido y en cantidades para asegurar un futuro a su familia cuando ya no esté: producir metanfetamina de alta pureza y entrar a competir en el mercado ilegal de venta de droga.

Si Walter White fascina al espectador es por la combinación paradójica que el guionista propone: un sujeto que es al mismo tiempo brillante y estúpido, que siente horror al acto y que lleva a cabo actos decididos, que presenta un exceso de escrupulosidad moral y que al mismo tiempo no vacila en realizar acciones atroces. La serie nos pasea permanentemente por este péndulo ético en el que su infantilismo, torpeza, angustias y vacilaciones atadas a sus “buenas intenciones” de padre de familia nos convoca a identificarnos con él, quedando los actos decididos –y decididamente criminales- a cuenta de las “superaciones” y “progresos” de Walter en la realización de sus tan altruistas proyectos, sin miramientos respecto de los medios empleados. Ni mucho menos de la naturaleza del deseo en juego y de la responsabilidad por el mismo. Un analista apresurado diría “Walter White no se traiciona en su deseo, por ende ¡Acto ético!”, como si no ceder al deseo alcanzase para decretar eticidad, sin consideración por el deseo del que se trata [5]. También cabe ponderar los medios y fines que el sujeto elige para realizar lo que anhela, y la relación al Otro (social y legal, por ejemplo), del que el sujeto también es responsable por sus actos. La ética del deseo que plantea Lacan no es la ética de la transgresión, sino la de ir más allá del principio del placer (es decir, esa posición del sujeto en la que el goce sólo se alcanza en el sueño, la fantasía, las representaciones, en las vías del guión del Otro sin arriesgarse a un acto) para realizar el deseo en actos en el mundo, lo que lleva trabajo, riesgos y responsabilidades. La serie traza el proceso mismo de hundimiento del personaje en algo que quiere ser por una vía paradójica, vía que termina destruyendo todo lo que dice querer: matrimonio, paternidad, amistad, lealtad. Muestra así que el proyecto altruista de Walter está impulsado por un goce narcisista y mortífero.

Heisenberg y el principio de incertidumbre

Para llevar a cabo su doble vida, Walter se da a sí mismo un nombre con el que se presenta en el bajo mundo del tráfico de drogas: “Heisenberg”. Pero Walter no es capaz de leer en el nombre que se ha dado a sí mismo la cifra del “destino” que ha elegido para realizar sus deseos en nombre del American Dream y la seguridad de su familia.

El físico alemán Werner Heisenberg (1901-1976) fue uno de los científicos más destacados del siglo XX. En 1925 creó la “mecánica de matrices” -primera forma de la mecánica cuántica- por la que recibió el Premio Nobel en 1932, cambiando la visión determinista del universo que había establecido el modelo físico newtoniano. Heisenberg fue posiblemente el científico más significativo que prestó sus servicios a la causa alemana durante la Segunda Guerra Mundial, al dirigir el proyecto armamentístico nuclear alemán y trabajar en un reactor de fisión nuclear. Con la derrota del Tercer Reich, estuvo detenido con otros científicos en Inglaterra, y posteriormente pudo proseguir en Alemania con sus investigaciones.

Pero sobre todo a Heisenberg se lo recuerda por su célebre Principio de Incertidumbre, que afirma que a nivel subatómico no se pueden conocer con exactitud y al mismo tiempo la velocidad y posición de una partícula en un instante determinado. El propio acto de observar una partícula afecta al objeto mismo de observación, haciendo imposible un conocimiento preciso. De manera que no se puede predecir con certeza ni el comportamiento pasado ni el futuro de una partícula subatómica.

En el modelo físico newtoniano, todo el universo es reductible a masas y fuerzas, y las masas se mueven porque son afectadas por fuerzas externas a las mismas. Los movimientos de las masas (planetas, piedras o átomos, no importa) están determinados por fuerzas, y su desplazamiento obedece a las leyes del movimiento de Newton. De acuerdo a estas leyes, si se sabe la posición de una masa y las fuerzas que la afectan en ese instante (intensidad y dirección) se puede calcular cómo se moverá esa masa, así como también de qué fuerzas ha sido afectada para alcanzar su actual posición. El universo sería así una cadena infinita de causas y efectos determinados y determinables. Para la lógica newtoniana no existe el azar: el azar es simplemente el aspecto aparente que presentan ciertos fenómenos al científico, por carecer de todos los datos necesarios para predecir el movimiento de una masa. Si arrojamos una moneda al aire, nos parece azaroso de qué lado caerá al piso. Pero esa impresión es sólo subjetiva y una consecuencia de que carecemos de todos los datos exactos de las fuerzas puestas en juego sobre dicha masa en el momento que la arrojamos. Si conociéramos dichos datos, podríamos calcular con exactitud el resultado.

Pero la física cuántica plantea otra cosa. A nivel subatómico los fenómenos de movimiento no se comportan del mismo modo que las monedas o los planetas. Y su planteo abre a la categoría de azar ya no como un mero límite del sujeto cognoscente respecto de los datos de partida, sino como algo intrínseco al fenómeno mismo estudiado. La indeterminación pasa a ser parte de la naturaleza de ciertos fenómenos a nivel subatómico. En 1927 Heisenberg descubre que a nivel de las partículas subatómicas no se puede medir exactamente al mismo tiempo su posición exacta y su velocidad o dirección. Lo cual para la concepción determinista newtoniana resulta un escándalo. A partir de su Principio de Incertidumbre, la mayor certeza en la determinación de la posición de una partícula es al precio de no conocer con precisión su movimiento lineal o dirección (su masa y velocidad). Y al revés, la determinación de la dirección de la partícula vuelve indeterminada su posición. Por ejemplo, si en un microscopio de alta precisión queremos determinar la posición de un electrón, el emplear una fuente de luz emitimos fotones, los cuales colisionan con el electrón estudiado. El impacto del fotón nos indica la posición del electrón, pero al mismo tiempo dicho impacto afecta la velocidad del electrón y su dirección, por lo que la velocidad y dirección del electrón previas a la colisión del fotón son imposibles de medir, así como calcular la dirección que seguirá.

Hay una analogía entre el principio de incertidumbre de Heisenberg y el sujeto de deseo que el psicoanálisis plantea: el sujeto que postula el psicoanálisis no es un mero efecto de determinaciones simbólicas. No es el sujeto sujetado y determinado que postulan Foucault o Althusser. Es un sujeto no saturable por las determinaciones simbólicas que al mismo tiempo lo producen. El determinismo del inconsciente para Freud no excluye la responsabilidad del sujeto respecto de aquello que, más allá de la conciencia, lo habita. Si, como postula Lacan, el estatuto del inconsciente es ético, es porque el sujeto cuenta siempre con un margen de elección indeterminado en el centro de una estructura simbólica que lo determina. Elección que no es azar, y de la cual se desprenden consecuencias incalculables. “De nuestra posición de sujetos somos siempre responsables” señalaba Lacan. Poder situar la posición de un sujeto respecto del deseo no permite calcular o predecir la dirección o el curso de sus actos. Ni siquiera su decisión, vale decir, qué decidirá respecto del deseo que lo habita. Al revés, el curso de sus actos pueden volver indeterminable para alguien en dónde está realmente posicionado como sujeto: un bello ideal familiar y altruista pueden ser una posición racionalizada y exculpatoria de la verdadera posición en la que un sujeto como Walter White se encuentra ubicado.

El significante “Heisenberg” con que Walter se autonomina en nombre del padre del Principio de Incertidumbre, debería hacerle advertir que los efectos de su desresponsabilización por actos que sabe son éticamente condenables y con los que su conciencia moral negocia en nombre del “bien familiar”, son incalculables. Así, por ejemplo, no actuar –y por ende, permitir– que la novia de Jesse se ahogue en su propio vómito (al fin y al cabo él es testigo de una situación en la que se cree autorizado a no intervenir ya que por haber entrado a escondidas en la casa de Jesse no debería estar allí, y de paso lo que ocurre le resuelve sus propios problemas con su joven socio) termina, por una imprevista cadena de sucesos, produciendo una catástrofe aérea. La explosión de un avión sobre el cielo diáfano de la casa de Walter, con una muñeca quemada flotando en la pileta, son indicadores para el espectador atento, de la responsabilidad de Walter [6], que con su posición resentida de cobrarle a la vida todo lo que supuestamente le debe, se maneja como elefante en un bazar. Jesse será su hijo adoptivo mientras le sirva, y oscilará permanentemente en manipularlo y protegerlo o intentar matarlo, según las conveniencias de su proyecto de ser un Mastermind de los carteles de droga. Las escenas bochornosas en las que Walter termina mientras sigue su vía “deseante” son tantas que enumerarlas llevaría varias páginas. Baste recordar la imagen emblemática de Walter en el desierto con un arma y en calzoncillos. Ese patetismo torpe permanente –recurso al humor muy bien dosificado por parte de los realizadores– es también un modo de escamotear la monstruosidad del personaje.

Canalladas

Walter no es un perverso. Es un neurótico que ha concluido, luego del diagnóstico terminal, que no hay Otro. Lo cual no es equivalente a concluir que el Otro está castrado o que no hay Otro del Otro. Se trata de una posición canalla: de la inexistencia de un Otro absoluto garante del saber y del goce, se pasa a un “No existe el Otro”. A partir de allí, el canalla establece un lazo social de impostura y manipulación con sus semejantes, identificado al lugar del Otro (en el que no cree) y tomando a los otros como estúpidos manipulables por todavía creer en el Otro (encarnado en códigos legales, morales, e incluso los códigos implícitos entre narcotraficantes). De ese modo somete a todos a su goce que ya no reconoce límites. El canalla reniega de la estructura del deseo como deseo del Otro. Reduce el deseo a la demanda (de dinero, de poder, de celebridad) aprovechándose de los demás. La satisfacción está al alcance de la mano. Sólo se trata de un esfuerzo más para lograrla, y los medios para ello no importan, incluso si son corruptos. Es el “Dios ha muerto” nietzscheano, recurso que le da a Walter el cheque en blanco para autorizarse a hacer lo que hasta ese momento su pusilanimidad no se lo permitía: hacer canalladas en nombre de su goce como condición absoluta. Desde manipular a un adolescente drogadicto hasta mandar a matar presos, desde empujar a su joven cómplice a que asesine a un químico que admira a Walter, a extorsionar a su esposa para que se haga cómplice del lavado de dinero y a que traicione a su propia hermana y cuñado, por no mencionar la ruptura de todo código, incluidos los más elementales códigos que hasta las mafias respetan. De donde la conclusión de que se puede ser cobarde en la vía del deseo, incluso en una aparente “valentía” transgresiva. Si ya está muerto, no se juega en el fondo nada. [7]

Stanley Milgram como espectador de Breaking Bad

Notemos que para labrar su pretendida gesta del bien, White debe hacer concesiones descabelladas, como mantener oculta ante su familia su nueva ocupación, pergeñando mentiras cada vez más cínicas y escandalosas, que aparecen auto y pseudo justificadas por la causa que persigue… Este Otro del bien al que el personaje pretende entregarse, lo lleva a incurrir en conductas que se tornan incompatibles con su objetivo inicial. La espiral del dinero se hace implacable y el personaje se va viendo envuelto en una lógica cada vez más reñida con la supuesta causa loable del inicio.

El caso permite una analogía con el sujeto del experimento de Stanley Milgram, que ingresa a la prueba dispuesto a realizar una tarea noble aunque no exenta de algunos sinsabores, Pero el gesto desagradable de las descargas eléctricas que debe enviar aparece justificado por el sentido del bien en que se apoya la experiencia.

Hay un detalle del experimento que resulta especialmente interesante para pensar el periplo de Walter White. Se trata del incremento secuencial de las descargas, dispositivo que genera una curiosa paradoja. En el diseño de Milgram, el sujeto se ve compelido a la aplicación de descargas eléctricas cada vez mayores, pero que se incrementan siempre de a 15 voltios. De este modo, la descarga inicial es inofensiva y no despierta inquietud alguna. Pero en su incremento secuencial el dispositivo produce en el sujeto un efecto acumulativo de las acciones pasadas sobre la decisión de continuar. Tal como lo hemos consignado en otro lugar: “Si el sujeto decide que no es aceptable aplicar la siguiente descarga, entonces como ésta es (en todos los casos) sólo ligeramente más intensa que la anterior, ¿cuál es su justificación por haber aplicado la última? Negar la corrección del paso que está a punto de dar implica que el paso anterior tampoco era correcto y esto debilita la posición moral del sujeto. El sujeto se va quedando atrapado en su creciente compromiso con el experimento.” [8]

En otras palabras, para el sujeto resulta más doloroso reconocer que no debería haber comenzado, que continuar y así justificar todo lo hecho hasta el momento. [9] El experimento demuestra que la autocritica por los actos ya cometidos supone un sufrimiento yoico mayor que los pesares por continuar. La acción secuencial introduce así una paradoja que facilita la resistencia a evaluar y condenar la propia conducta anterior y estimula a seguir avanzando, mucho después que el compromiso original con “los fines” del experimento haya desaparecido.

Walter White, que comienza con una red de fabricación y distribución de poca monta, se ve compelido a ampliar su círculo de influencia y para ello debe incurrir en conductas cada vez más dolosas. Pero se justifica ante cada una de ellas pretextando una racionalidad que no es otra que la de su propio imperativo canalla.

El experimento de Milgram presenta una segunda faceta que permite inteligir el horizonte de la conducta de Walter White. Bauman señala que es propio del sistema burocrático de autoridad de nuestra sociedad moralizar la tecnología y al mismo tiempo negar el valor moral de aquellas cuestiones no técnicas. La preocupación moral se centra así en la tarea en sí misma y en su perfeccionamiento (rapidez, eficiencia, etc.), dejando de lado la reflexión sobre la situación de los objetos a los que se dirige la acción. El lenguaje de la moralidad destaca las categorías de lealtad, deber y disciplina, dejando de lado las cuestiones éticas involucradas.

Es justamente lo que ocurre con el personaje de la serie, que inicia su emprendimiento en nombre de la salud y la familia, pero poco a poco se desentiende de ambos, perdiendo incluso el soporte básico que suponía para él la relación con sus seres queridos…

En la experiencia de Milgram la persona siente orgullo o vergüenza, según lo bien que haya desempeñado las acciones exigidas por el dispositivo que se ha impuesto. Se pasa así de una evaluación de la bondad o maldad de los actos, a una valoración de lo bien o mal que uno funciona dentro del sistema.
El experimento Milgram logra este movimiento conformando una conciencia moral sustitutiva –basada en argumentos técnicos sobre “los intereses de la experimentación” y “las necesidades del experimento”– que mantiene a raya la conciencia moral del sujeto, allí cuando éste comienza a vacilar respecto de seguir o no con las acciones que la experiencia le impone. El experimento prueba además la dependencia entre la efectividad de la sustitución de la moralidad subjetiva por la moralidad tecnológica, y la lejanía del sujeto de los efectos finales de sus acciones.

El magistral guión de la serie Breaking Bad logra transmitir a la perfección esta lógica que el experimento de Milgram aisló en el laboratorio, Una demostración más de la actualidad del modelo y de su extensión mucho más allá de la lógica del campo de concentración que le dio origen. Por lo mismo, permite comprender la crítica despiadada de la serie Breaking Bad a la sociedad norteamericana. Suprimidos los aspectos “ilegales” de la ocupación de White, el personaje deviene el clásico padre de familia, ausente de su hogar durante 16 horas diarias, que ante el reproche de su mujer y sus hijos se justifica diciendo “lo hago por ustedes…”

Epílogo

El dilema ético para Walter retorna cuando, pasados unos meses, los médicos le informan que se está mejorando y que no morirá. Cancelado el argumento del cáncer terminal ¿seguirá en la vía de producir droga, con los riesgos que conlleva para sí mismo y para esos otros en nombre de los cuales él “se sacrifica”? Walter quiere ser Heisenberg. Ha terminado identificado al personaje en el que finalmente ahora se des-conoce: un ser respetado y temido. Casi se denuncia ante su cuñado policía en nombre de su orgullo. En el fondo Walter quiere ser descubierto, admirado y temido. Seguramente también en el fondo quisiera ser detenido. Porque él ya no se puede detener, ni siquiera ante el asesinato de su cuñado. Walter es alguien que fracasa al triunfar: ser Heisenberg es al precio de perderlo todo. Incluso su honor, incluso su lugar de padre.

Hacia el final de la serie, un Walter moribundo vuelve a su viejo laboratorio. Su metanfetamina pura es al fin y al cabo su herencia, su legado a la posteridad. Su Cosa. Santo Patrono de los a-dictos, él deja para la posteridad una droga magnífica para todo aquel que elija gozar en el ensueño narcisista en vez de seguir la vía del bien-decir sobre el deseo.



NOTAS

[1En su estudio sobre las series telavisivas, Pablo Manzotti lo expresa así: “Desde ese primer capítulo quisimos, amamos a Walter White. Aunque su accionar fue, en ascenso, despreciable. Desde ese momento crucial en que su cuñado, sin quererlo, le abre la puerta del “éxito”, deseábamos que Walter White ganara. Walter White es el paroxismo del nuevo arquetipo de héroe, y caemos en la lógica manipuladora de un relato fabuloso que nos lleva a admirarlo y a quererlo siempre de nuestro lado.” Ver Manzotti, P. ", "Seriemanía", Random House Mondadori, 2014, p. 62

[2Lacan, J.; El seminario: Libro VII. La ética del psicoanálisis, clase del 22 de junio de 1960, Buenos Aires, Paidós, pág. 351.

[3Ob. cit. pág. 372.

[4Ob. cit. pág. 373.

[5Al final de la serie Walter reconocerá que todo lo que hizo no fue por la familia sino por él mismo, por orgullo narcisista herido: en ese lugar de poder al que ha llegado a sangre y fuego y negociando todo principio, él goza, mientras va acumulando muertos, entre los cuales se cuentan no sólo asesinos malvados o capos de carteles mexicanos, sino también personas inocentes, cercanas y hasta que aquellos lo han respetado y querido. El triunfo de Walter es al mismo tiempo un triunfo de la pulsión de muerte: un triunfo que todo lo arrasa, hasta al propio Walter.

[6La secuencia, una de las más brillantes desde el punto estético y narrativo, recuerda a la invasión de pájaros en la película de Hitchcock, que realiza lo real del deseo en la historia, o la lluvia de sapos en “Magnolia”, de Anderson, alegoría bíblica sobre la responsabilidad y el castigo en los personajes.

[7Uno de los capítulos más curiosos de la serie, por su extrañeza y ruptura del ritmo habitual, es aquel que ocurre en su totalidad dentro del bunker-laboratorio armado por el siniestro capo narcotraficante “Gus” Fring. A punto de terminar las labores del día, Walter ve una mosca en el laboratorio y se obsesiona con atraparla para que no contamine su trabajo. Jesse y Walter quedan así encerrados de manera absurda toda la noche por el delirio de Walter, obsesionado con que no haya nada sucio que contamine su trabajo. El delirio no es más que la culpa por su propia suciedad –especialmente por haber dejado morir a la novia de Jesse-, retornando desde lo real, y no como implicación responsable. Cuando en otro momento le confiese la verdad a Jesse, no será desde la culpa y la responsabilidad, sino como gesto de crueldad.

[8Citado por Eduardo Laso en su artículo sobre las coordenadas de la obediencia en el experimento de Milgram, a partir de la obra de John Sabini y Maury Silver, “Destroying the innocent with a clear conscience: a sociopsychology of the Holocaust” en Survivors, victims and perpetrators: essays on the nazi holocaust, ed. Joel E. Dinsdale, Hemisphere Publishing Corporation, Washington, 1980, p. 342, referido a su vez de Z. Bauman en Modernidad y holocausto, Sequitur, Madrid, 2006, pag.188. Ver Laso, E. http://aesthethika.org/Las-coordenadas-de-la-obediencia

[9Es también la lógica de la corrupción. El corrupto comienza siempre con una “mordida” pequeña, pero el sistema lo va tentando con más y más. Y cuando entra en conflicto y quiere decir basta, ya no puede retirarse sin admitir que no debería haber comenzado. En una de sus acepciones, la expresión “breaking bad”, significa “corrompiéndose”…

Película:Breaking Bad

Titulo Original:Breaking Bad

Director:

Año: 2008–2013

Pais: Estados Unidos

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